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Grete Kellenberger: brillante y oculta cientifica en el nacimiento de la ingenieria genetica

11 de Julio de 2017 a las 14:39 h

Grete Kellenberger fue una destacada investigadora suiza nacida el 12 de noviembre de 1919 en una aldea llamada Rümlang, próxima a Zúrich. Su historia es científicamente importante porque en las décadas de 1950 y 1960 contribuyó significativamente a que la Universidad de Ginebra fuera una de las primeras en Europa en desarrollar programas de investigación en el nuevo campo de la biología molecular.

Además, tal como ha señalado la investigadora de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Ginebra, Sandra Citi (2016), «la historia de Grete Kellenberger también es importante sociológicamente porque ilustra los numerosos «techos de cristal» a los que se han enfrentado incluso las mujeres más creativas en las democracias occidentales de mediados del siglo XX; una historia que no es lo suficientemente conocida entre las mucho más fortalecidas (empowered) mujeres jóvenes de hoy en día».

Hija del jefe de la oficina local de correos, Grete Kellenberger fue la menor de tres hermanos y, a diferencia de estos y de la mayor parte de sus contemporáneos, siguió estudios superiores en Zúrich. En 1945 se casó con Eduard Kellenberger(1920-2004), en esos momentos un joven y prometedor estudiante de física, trasladándose a vivir a Ginebra. Al año siguiente, Grete dio a luz a su única hija, Elisabeth, quien posteriormente se convertiría en una bióloga molecular publicando bajo el nombre de Elisabeth DiCapua.

Eduard y Grete Kellenberger se incorporaron a trabajar en el Instituto Universitario de Física de Ginebra -hoy Instituto de Biología Molecular (MOLBIO)-, dirigido en aquellas fechas por el respetado doctor en física Jean J. Weigle (1901-1968). Experto en difracción de rayos-X en cristales, Weigle estuvo entre quienes diseñaron el primer microscopio electrónico manufacturado en Suiza.

Pese a ser una excelente estudiante, Grete Kellenberger no aprovechó sus primeros tiempos en Ginebra para concluir sus estudios universitarios, sino que optó por dedicarse a colaborar en la tesis doctoral de su marido. El tema de ese trabajo básicamente consistía en poner a punto métodos con el fin de preparar muestras procedentes de distintos organismos vivos, incluidas bacterias, y realizar observaciones y fotografías usando el microscopio electrónico. Recordemos que en aquellos años, la microscopía electrónica solo estaba empezando a ser utilizada en la investigación biológica. Eduard y Grete Kellenberger fueron coautores de varias publicaciones originales resultantes del uso de tan importante y novedosa herramienta.

En 1948, el mencionado director del Instituto Jean Weigle optó por retirarse de la Universidad de Ginebra para trasladarse al Instituto de Tecnología de California (Caltech) y trabajar en el laboratorio del prestigioso físico Max Delbrück, decisión que influyó profundamente en la investigación de Eduard y Grete Kellenberger, además de en otros científicos suizos.

Max Delbruck (Wikipedia).

Es importante señalar en este punto el invalorable aporte que los físicos tuvieron en el nacimiento de la biología molecular, siendo Max Delbrück (1906-1981) una de las figuras más destacadas. Nacido en Berlín, Delbrück estudió física en la reputada Universidad de Gotinga y con posterioridad regresó a su ciudad natal para trabajar como asistente de la brillante doctora en física que descubrió la fisión nuclear, Lise Meitner. Unos años más tarde, en 1937, emigró gracias a una beca a los Estados Unidos donde se incorporó a un programa de investigación pionero en biología molecular.

Delbrück sentía un marcado interés por aplicar los métodos básicos de la física al estudio de los genes, temática estrella por aquellos años. Consiguió estimular a otros científicos y formó, junto a Salvador Luria y Alfred Hershey, el célebre Grupo del Fago, que logró sustanciales avances descifrando importantes aspectos de genética. Los tres compartieron en 1969 el premio Nobel en Medicina o Fisiología «por sus descubrimientos relacionados con los mecanismos de replicación y la estructura genética de los virus».

Valga recordar que los bacteriófagos, abreviadamente llamados fagos, constituyen un conjunto de virus capaces de infectar a las bacterias.

Durante su estancia en el Caltech, el físico suizo Jean Wiegle también se vio atrapado por el estudio de las bacterias y los fagos que las infectan; un interés que trasladó a su antiguo laboratorio de Ginebra, donde retornaba cada verano. Eduard y Grete Kellenberger comenzaron entonces a indagar sobre el tema utilizando el microscopio electrónico. Por esta senda emprendieron un nuevo proyecto de investigación: el análisis de la genética de los bacteriófagos, especialmente del fago λ, recientemente descubierto por Esther Lederberg. Subrayemos que el  descubrimiento y caracterización de este fago tuvo un protagonismo muy significativo en la gestación de la biología molecular.

Micrografía fago.

La joven Grete Kellenberger acogió este trabajo con gran pasión y entusiasta dedicación. Su capacidad intelectual se vio particularmente estimulada por el desafío que implicaba descifrar la inesperada complejidad del fago λ. Logró desarrollar novedosos métodos para preparar y analizar muestras biológicas, consiguiendo valiosas imágenes; esto es, fotografías tomadas con el microscopio electrónico llamadas micrografías, que resultaron de gran ayuda para su trabajo. Rápidamente, la investigadora desplegó su gran creatividad conquistando una notable independencia científica con sus innovadores resultados; tan valiosos, que potenciaron a que la Universidad de Ginebra alcanzase un papel destacado como centro de referencia europeo en genética microbiana. Además, la productividad del Instituto creció de manera considerable debido a la llegada de investigadores de diversa procedencia y especialidades.

Grete Kellenberger había así emprendido un camino que la condujo a sus trabajos más importantes: los estudios sobre la restricción del ADN, es decir, la ruptura del material genético en segmentos de varios tamaños con capacidad para volver a unirse entre ellos. Los fragmentos, además, y aquí está lo importante, también podían soldarse aunque fueran de distinto origen (por ejemplo de un fago y de una bacteria). Este fenómeno se llama recombinación genética y es el resultado de un intercambio físico de material hereditario. La molécula originada se denomina ADN recombinante.

Inicialmente, dado que el ADN recombinante es en realidad una secuencia nueva de ADN creada por la unión de fragmentos con orígenes diferentes, los primeros investigadores también lo llamaron ADN quimérico aludiendo a la imagen de la quimera, el monstruo mitológico que solía representarse con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón.

Retomando los trabajos iniciales sobre restricción del material genético realizados por Grete Kellenberger, recordemos que están estrechamente relacionados con la investigación realizada por el físico-químico suizo nacido en 1929, Werner Arber, premio Nobel de Medicina en 1978.

En noviembre de 1953, W. Arber disfrutaba de una beca para trabajar en microscopía electrónica en el Instituto de Física de la Universidad de Ginebra. A pesar de que su principal trabajo era el microscopio electrónico, fue capaz de sacar tiempo para familiarizarse con cuestiones fundamentales de la fisiología y la genética de los bacteriófagos. Tras conseguir diversas micrografías electrónicas del fago λ, este virus y sus especiales características se convirtieron en el material de su tesis doctoral.

En su autobiografía, escrita con motivo del Nobel, Arber recuerda que gracias a la colaboración de Greter Kellenberger gran parte de sus trabajos fueron muy fructíferos. Asimismo, señala este experto, tales resultados junto al contagioso entusiasmo de la científica, marcaron el final de su carrera como microscopista electrónico y pasó a trabajar en genética y fisiología, convirtiéndose así en un genetista molecular.

Werner Arber (Wikipedia).

Ciertamente, aunque Grete Kellenberger no era la directora de la tesis de Arber, ya que ella no tenía el doctorado, fue quien le enseñó la genética conceptual y práctica de los fagos, además de guiar y seguir muy de cerca su trabajo durante la estancia del joven en el Instituto. Después de leer su tesis en la Universidad de Ginebra (1958), Arber se marchó a los Estados Unidos con el fin de realizar un post doctorado.

Por su parte, la investigadora, entre los años 1960 y 1962 llevó a cabo un excelente trabajo científico en colaboración con Maria L. Zichichi, graduada en  biología y genética por la Universidad de Illinois y por la de Berkeley, California, que se encontraba disfrutando de una estancia en Ginebra. En el año 1961, ambas estudiosas, junto a Jean Wigle, publicaron un importante artículo en el que describían que tras la infección vírica, el cromosoma bacteriano puede romperse y recombinar su ADN con el del fago; de esta manera, se producía un material genético nuevo compuesto por la ruptura y unión de fragmentos de distinto origen.

Estos estudios iniciales demostraban con claridad que las moléculas de ADN podían unirse o ligarse entre ellas manteniendo su viabilidad. La trascendencia de este hallazgo fue enorme porque contribuyó significativamente al nacimiento de una de las tecnologías más influyentes de la segunda mitad del siglo XX: la ingeniería genética.

A comienzos de 1960, Werner Arber regresó a la Universidad de Ginebra contratado para estudiar los efectos de la radiación ultravioleta sobre los microorganismos. Grete Kellenberger conocía este tema, pues había investigado cuidadosamente el destino del ADN del fago λ irradiado cuando infecta a una bacteria. Aunque averiguó que ese ADN irradiado se fragmentaba rápidamente en el interior bacteriano, también detectó que ocurría lo mismo si no había sido irradiado. O sea, la radiación no evitaba que la célula infectada fragmentara el ADN vírico.

Con el retorno de Arber, la científica continuó compartiendo sus ideas con él, sugiriéndole interesantes experimentos, como por ejemplo, profundizar en una interesante cuestión sobre la que ella llevaba un tiempo reflexionando: pensaba que podía haber dos enzimas diferentes implicadas en el fenómeno de fragmentación y degradación del ADN. Una causaría la ruptura del ADN vírico, actuando como una especie de «tijera biológica», y la segunda protegería el ADN de la célula hospedadora de tal degradación. Grete Kellenberger y Werner Arber realizaron diversos experimentos analizando meticulosamente los distintos aspectos de la infección bacteriana por los fagos, convirtiendo el tema en el centro de apasionados debates. La colaboración entre ambos se concretó en la publicación conjunta de varios artículos entre los años 1957 y 1966.

Con posterioridad, Arber formó su propio equipo de trabajo. En 1968 este grupo de investigadores fue el primero en caracterizar el fenómeno de restricción, descubriendo algunas de las enzimas que lo llevan a cabo. Asimismo, dieron un importante paso hacia adelante al lograr demostrar lo que Grete Kellenger había intuido: las bacterias modifican químicamente a su ADN (añaden grupos metilo, CH3) para protegerlo. Postularon, además, que esa protección ocurría como defensa ante una serie de enzimas propias que reconocen y cortan lugares específicos del material genético.

En suma, Arber y su equipo explicaron porqué las «tijeras» bacterianas eran capaces de cortar el ADN del fago pero no hacían lo mismo con el ADN de la propia bacteria; la respuesta estaba en que este último se encontraba químicamente camuflado (o sea, protegido mediante la citada metilación).

Dos años después, Hamilton Smith y Daniel Nathans, de la Universidad Johns Hopkins, confirmaron la hipótesis de Arber, aislando y describiendo la estructura química de diversas enzimas capaces de cortar el material genético. Debido a que el corte o fragmentación se realiza solo sobre determinadas secuencias del ADN, las denominaron restrictasas o endonucleasas de restricción.

En el año 1978, Werner Arber, Hamilton Smith y Daniel Nathans fueron galardonados con el premio Nobel de Medicina o Fisiología «por el descubrimiento de las enzimas de restricción y su aplicación a los problemas de la genética molecular».

Una productiva estancia en los Estados Unidos

Eduard y Grete Kellenberger (1963). © Elisabeth DiCapua.

Retomando el cauce argumental de la vida de Grete Kellenberger, nos queda añadir que su trayectoria profesional y personal se vio profundamente alterada a mediados de la década de 1960. Por esas fechas decidió, junto a su marido, pasar un año sabático en los Estados Unidos, concretamente en la Universidad de Kansas. El matrimonio, sin embargo, llevaba ya varios años en crisis y terminó en el otoño de 1966, cuando Eduard Kellenberger dejó Kansas y regresó a Ginebra.

Grete Kellenberger, por su parte, optó por permanecer en el país norteamericano unos años más. Por aquel entonces ya era una investigadora respetada en la comunidad científica y, entre las diversas posibilidades que se le ofrecían, finalmente aceptó un trabajo en el Grupo de Biofísica de un prestigioso laboratorio en Tennessee (Oak Ridge National LaboratoryORNL). En este centro continuó con una serie de investigaciones altamente especializadas sobre bacteriófagos, dando lugar a varios artículos en diversas revistas de alto impacto. Tras su divorcio, la investigadora firmaba sus trabajos como Grete Kellenberger-Gujer, su apellido de nacimiento.

La científica se quedó en los Estados Unidos hasta 1971, fecha en que regresó a la Universidad de Ginebra donde tenía una interesante oferta de trabajo. Aquí continuó con sus fructíferas investigaciones en genética bacteriana, haciendo gala de su creatividad de siempre. Resultado de ello: logró impulsar numerosos experimentos altamente innovadores y llegó a ser considerada una erudita en el tema a nivel internacional.

A lo largo de la década de 1970, sin embargo, se produjo una modificación en los intereses de la Universidad de Ginebra, paralelos a las nuevas tendencias que se estaban generando en el ámbito de la biología molecular de todo el mundo. Los expertos habían empezado a cambiar desde la genética microbiana a la genética de los organismos eucariotas. Los microorganismos unicelulares perdían a toda marcha protagonismo, y los focos se centraban ahora en los eucariotas, esto es, en plantas y animales mucho más complejos, pero de mayor interés para la ciencia en aquellas fechas.

Frente a este nuevo contexto, Grete Kellenberger-Gujer eligió en 1980 una jubilación temprana, a los 61 años de edad. Un año antes de su retiro, la Facultad de Medicina de la Universidad de Ginebra reconoció manifiestamente la importancia de sus contribuciones y la galardonó con el prestigioso «Premio Mundial Nessim-Habif» («Prix Mondial Nessim-Habif»).  En esta línea, Wender Arber consideraba que, además, se merecía un doctorado honoris causa por la Universidad. Sin embargo, aunque la idea circuló por los ambientes académicos no fue apoyada por la Facultad de Ciencias, donde Grete trabajaba, y por tanto nunca llegó a concretarse.

Años más tarde, con ocasión del 450 aniversario de la fundación de la Universidad de Ginebra en 2009, se reconoció el valor del trabajo de Grete Kellenberger-Gujer otorgándole el honor de figurar en la exposición dedicada a conmemorar las personalidades que contribuyeron a la fama de esta institución. En cierta medida, se reparaba el ominoso olvido de una investigadora original y brillante.

Antes de concluir con este recordatorio, nos parece interesante incluir unas breves consideraciones sociológicas y culturales acerca del sesgo de género que afectó a la vida y obra de Grete Kellenberger-Gujer. Sesgo que cobra mayor hondura por ser extrapolable a tantas otras mujeres dedicadas a la ciencia a lo largo de casi todo el siglo XX.

Perspectiva de género desde una visión actual

Grete Kellenberger (hacia 1980). 
© Edouard Boy de la Tour.

A finales de la década de 1940, como se expuso más arriba, el Instituto de Física de la Universidad de Ginebra empezó a ganarse una notable fama internacional, gracias en gran parte a los trabajos de Grete y Eduard Kellenberger. Sin embargo, solo él recibió los mayores y mejores reconocimientos. Fue invitado a multitud de reuniones en diversos centros europeos y estadounidenses para impartir conferencias, presentar y explicar los novedosos hallazgos conseguidos en el Instituto, recibiendo a cambio multitud de congratulaciones junto a calurosos elogios y aplausos por parte de sus colegas.

Por su parte, Grete Kellenberger apenas era conocida, tenía escaso crédito y poco se sabía de sus esfuerzos. De hecho, su consideración pública era infinitamente menor de la que merecía por sus ideas, diseños experimentales y los resultados que alcanzaba. Durante largos años trabajó a la sombra, alimentado su investigación con originales proyectos cuyos logros, muchas veces extraordinarios, se atribuían a Eduard Kellenberg, quién en aquel tiempo era el director del Instituto.

La investigadora Sandra Citi, profesora del Departamento de Biología Celular y miembro del Comité de Igualdad de Oportunidades de la Universidad de Ginebra, y el profesor de genética de la Universidad de California, Douglas Berg, publicaron en 2016 una interesante biografía de Grete Kellenberger-Gujer, en la que analizan con notable lucidez las posibles causas de su larga permanencia en ese olvido académico.

Los autores Citi y Berg señalan que la falta de reconocimiento de la carrera de la investigadora, fue debida a múltiples e intrincadas razones. Un factor primordial, evidentemente de gran influencia, habría sido el sexismo reinante en aquellos años tanto en la comunidad académica como en la sociedad en general. Ella representaba claramente la conocida frase: una mujer en un mundo de hombres.

Ciertamente, los citados autores subrayan al respecto que «es importante enmarcar la vida y las decisiones profesionales de Grete Kellenberger en el contexto de su entorno cultural y familiar. Los estereotipos patriarcales eran extremadamente fuertes en la sociedad y la cultura suizas. La presión social y las expectativas de que las mujeres debían asumir roles subordinados, con toda probabilidad ejercerían un poderoso sesgo implícito al determinar las opciones que Grete tenía en cuenta para la progresión de su carrera».

«Bajo los modelos y comportamientos sociales de su tiempo, continúan Citi y Berg, es fácil imaginar que la elección de Grete Kellerberger de trabajar modestamente a la sombra de su marido fuese considerada apropiada, casi obligatoria, a pesar de limitar su propio avance. La decisión de ayudar y someterse al compañero al comienzo de su carrera, era incuestionablemente lo esperado». Asimismo, razonan Citi y Berg, «el desafío intelectual, el placer de identificar y resolver colectivamente intrincados problemas, y el creciente reconocimiento internacional, deben haber sido suficientes como para seguir adelante».

Otra faceta a tener presente es que, a comienzos de su carrera, Grete Kellenberger no hablaba inglés con solvencia; este hecho, sumado a su natural modestia, y en claro contraste con la personalidad extrovertida y magnética de su compañero, serían también factores influyentes en el comportamiento de la joven investigadora. Sin embargo, esto no debe ocultar que ella tenía un salario mucho más bajo y menos seguro que el merecido por sus habilidades y competencia. Además, carecía de un acceso independiente a los recursos, y tampoco contaba con estudiantes u otros asociados que le habrían permitido avanzar mucho más rápido en sus proyectos e ideas.

En esta línea, un colega de su departamento, Jean-David Rochaix, que la conoció a mediados de los setenta, sostenía que «uno no debe olvidar que era muy difícil en aquella época para una mujer científica el ser reconocida, especialmente en Suiza, donde las mujeres no obtuvieron el derecho al voto a nivel federal hasta comienzos de la década de 1970».

Por otra parte, su ex alumno de doctorado, Werner Arber, ha sugerido al respecto que «técnicamente Grete cometió una "falta" al interrumpir y nunca reanudar sus estudios; además -según él-, tampoco luchó por el tipo de independencia académica que era tan frecuente entre sus compañeros varones».

Un hecho que nos parece de notable importancia resaltar, revelado por Citi y Berg en relación con el sexismo reinante en la comunidad académica, está relacionado con la publicación de un trabajo de investigación. Los autores recuerdan que «la científica publicó su contribución más importante en la revista estadounidense PNAS (Proceedings of the National Academy of Sciences) en 1961. Con igual fecha y en el mismo número de la revista, otro investigador, Matthew Meselson, escribía también un artículo sobre el tema (haber descubierto que la recombinación genética es debida a un intercambio físico de ADN)».

Lamentablemente, declaran Citi y Berg tras una cuidadosa indagación, «pese a que el trabajo de Grete era más elegante y original, la editorial retrasó publicar su manuscrito mientras esperaba a que Meselson terminase sus experimentos. Los cuales confirmaban lo que ella ya había demostrado. Al final, el artículo de Meselson aparecía justo antes que el de Grete, y es el mayormente citado en los libros de texto [...]. Este hecho puede resultar ilustrativo sobre cómo la actitud político-académica de la editorial, puede relegar las contribuciones de las mujeres a un segundo nivel».

Grete Kellenberger falleció en el año 2011. En la actualidad sigue siendo una científica poco conocida, ya que únicamente alcanzó cierta popularidad al final de su vida académica. Sumándonos a la reflexión de Sandra Citi y  Douglas Berg, «hoy solo nos cabe imaginar lo que habría logrado si su creatividad hubiese estado acompañada por el apoyo decidido de sus colegas para promocionar su avance y, además, hubiese contado con un aporte de recursos que sobradamente merecía. Pero estímulos y recursos solo eran concedidos, salvo escasísimas excepciones, a sus compañeros varones». Otra de esas lamentables historias de la ciencia que han sido más regla que excepción.

Referencias

Fuente: www.mujeresconciencia.com

 

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