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Confesiones de una hija de emigrantes

Francisca Azores 12 de Junio de 2009 a las 20:32 h

Familia emigrantes españoles

La memoria de la emigración española se acerca a nuestro blog con la voz de una protagonista...quizá después de este relato podamos también hacer el ejercicio de escuchar al "otro". La autora es Francisca Azores, alumna de 2º curso de Magisterio de Primaria.

 

Mis padres son de un pueblecito de Extremadura, de la “España profunda”. Al no ver expectativas de futuro, mi padre decidió emigrar. Primero marchó él solo a Suiza y posteriormente a Francia para hacer algo de dinero, poder casarse y retornar a su pueblo natal.


Al poco de yo nacer, llegó a Cáceres una “expedición” de Alemania. Empresas que buscaban mano de obra, recluían a obreros. Les sometían a reconocimiento médico similar a los que se somete a los animales y los ejemplares válidos eran contratados por un año para trabajar en factorías alemanas. Así, en 1964 mi padre marchó a Alemania.


Tras llevar 2 años solo en aquél país, mi madre le puso ante la elección: o él regresaba, o toda la familia nos marchábamos con él. En 1968, sin haber cumplido aún 4 años, me llevaron a Alemania. Recuerdo estar sentada en la parte de atrás de un Taxi (yo nunca había montado en coche), con una muñeca en los brazos a la que susurraba: “Mira, esto es Alemania. Aquí hay rascacielos”. En realidad, mis rascacielos eran casas de 2, a lo sumo 3 plantas. Todo me parecía maravilloso: las calles y casas iluminadas (en Extremadura las calles del pueblo no tenían farolas, ni siquiera estaban asfaltadas, y en muchas estancias de las casas aún se utilizaba el candil o velas). Las viviendas estaban caldeadas (en Extremadura disponíamos de un brasero para la estancia principal) y disponían de agua corriente. El gran descubrimiento fue la nevera y la televisión (en blanco y negro, claro).


La crudeza de la realidad la sentí, cuando a las 2 semanas de aterrizar, mi madre comenzó a trabajar nada menos que en una fábrica (en Extremadura era costurera y trabajaba en casa). Debía levantarse a las 04:30 h de la mañana y yo con ella porque debía dejarme en casa de una señora que se prestaba a cuidarme por una módica cantidad.


Acostumbrada a vivir en casa de mi abuela, con mi madre, rodeada de tíos, primos y vecinos, sentí por primera vez soledad y desamparo. Mi madre ya no parecía la misma, estaba irascible y mostraba poca paciencia conmigo. Yo tenía la sensación de hacerlo todo mal, de pedir demasiado. Hoy, siendo madre, entiendo que la mujer estaba estresada y exhausta.


Posteriormente, mis padres se organizaron para trabajar a turnos y poderme tener mejor atendida. Entré en el Kindergarten con 5 años y aprendí alemán. Me fui percatando que yo no era como los demás niños, pero tuve la suerte de vivir en un barrio donde no había prácticamente extranjeros. Yo era distinta, aunque afortunadamente rubia, de ojos azules, con una madre extremadamente limpia (no podían acusarnos de “guarros”), un padre muy extrovertido (lo que me facilitó la integración) y mucha facilidad para los idiomas.


No hice malas experiencias en lo que se refiere a racismo o xenofobia (al contrario) pero sí recuerdo sufrir mucha ansiedad: mi madre me arrastraba con ella al médico, al banco, etc. para hacer de intérprete. Con 7 años un niño no sabe lo que está contando el empleado de banca. Entiendes las palabras, pero no el significado. ¿Cómo se lo explicaba yo a mi madre?


Crecí yendo todos los viernes a Correos para hacer transferencias de divisas para mis abuelas. Sabía perfectamente a cuánto estaba la peseta respecto al marco.


Espero llegar a ser maestra y en clase tendré niños extranjeros. Niños, igual que lo fui yo.

 

Francisca Azores

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