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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 29 de marzo de 2024

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Las doce campanadas

-Bienvenido al Castillo Paracelsus -me dijo el viejo Señor Casavetes cuando entré a la gigantesca edificación. La estructura arquitectónica, de diseño inusual para estas tierras, era una definitiva remembranza de los antiguos castillos medievales y se extendía a lo largo de una basta propiedad boscosa, rodeada por un muro y con intrincados pasillos, escalinatas y aposentos que se distribuían a través de sus atalayas, torres y pisos.

El anciano se movilizaba en silla de ruedas por entre los adoquinados pisos. Debía tener unos sesenta ó setenta años y, a pesar de su discapacidad, se veía que era un hombre fuerte y temperamental. Estaba totalmente calvo y no tenía barba, usaba dos anteojos muy gruesos y redondos que le daban un aspecto extraño, era flaco y se cubría las piernas con una cobija sobre su silla.

Me extrañó que, siendo el dueño de la casa y mi futuro patrón, me abriera la puerta en persona. Pareció adivinar mis pensamientos y dijo:

-El mayordomo, Bigalow, se encuentra atendiendo algunos asuntos. Él y la sirvienta Alraune nos verán muy pronto.

-Comprendo. Déjeme decirle que es para mí un gusto tener la oportunidad de trabajar para usted, Sr. Casavetes.

-Sinceramente, Doctor, no lo habría contratado de no ser porque mi salud lo amerita. Soy muy celoso de mi privacidad y de haber tenido otro remedio habría evitado traer a una persona más a mi castillo.

Llegamos finalmente hasta el comedor donde había una larga mesa negra franqueada por sillas y en donde se ubicaba un enorme reloj de péndulo de color negro que tictaqueaba sonoramente.

-Aquí está bien, Doctor, ellos serán sus compañeros de trabajo; Bigalow y Alraune.

A pesar del orden de presentación me fue imposible no ver a Alraune primero. Era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Tenía la tersa y suave piel blanca, el cabello rojo, los ojos azules, sus pechos eran un deleite para la mirada y su cintura delicada resaltaba sus generosas caderas. El estereotípico uniforme negro con blanco de sirvienta francesa que utilizaba parecía resaltar esa belleza espectacular, especialmente por su pronunciado escote y su corta, aunque bombacha, minifalda. Sus esbeltas piernas se cubrían por unas pantimedias de encaje blanco y usaba zapatos de charol.

Atónito por la espléndida hermosura de la mujer, tardé un tiempo en reaccionar y finalmente dije:

-Mucho gusto...

Alraune, sonriente, hizo una referencia sosteniendo la punta de su falda con sus manos, mientras que Bigalow me estrechó la mano sin decir palabra alguna.

Al contrario de Alraune, Bigalow definitivamente no era un estereotipo. Lejos de ser lo que uno supondría de un típico y apergaminado mayordomo, Bigalow era un gorila de dos metros, que usaba barba de candado y cabello largo sostenido en una tensa cola que caía sobre su espalda. Tenía una frente abultada y una musculatura robusta que le daba un aire neandertal y, más tétricamente, tenía un semblante ojeroso y los ojos de dos tonos distintos: el derecho era negro y el izquierdo gris.

-Queda usted en su casa, Doctor -me dijo el Sr. Casavetes- puede hacer uso de todas las instalaciones del Castillo siempre y cuando no camine por el Área Carmesí bajo ninguna circunstancia. Si requiere dejar la propiedad, Bigalow tiene el único juego de llaves que existe -dijo señalando hacia el sujeto que, en efecto, tenía unas llaves colgando de su cuello mediante una cadena- basta con que se lo pida y él le abrirá las rejas para que pueda salir.

- ¿Sólo hay un juego de llaves? -pregunté extrañado.

-Por supuesto. Evidentemente yo no salgo nunca así que no las necesito y como le dije, soy muy exigente respecto a mi privacidad.

Sin duda Casavetes era excéntrico, pero el salario que me ofrecía era jugoso. Una vez que Bigalow -que parecía ser mudo- me mostró mi habitación me acomodé. Esa misma noche la hermosa Alraune me llevó la cena en una bandeja.

-Aquí tiene, Doctor -dijo e intenté hacerle conversación pero se apresuró al irse. Me recosté pensativo y a las doce escuché el retumbar de las campanadas del reloj que resonaba por toda la casa.

Salvo por la revisión médica diaria que hacía del Sr. Casavetes y de las pocas palabras que intercambiaba con Alraune cada vez que me llevaba de comer, languidecía presa de la aburrición en el enorme castillo.

Casavetes lo tenía bien acondicionado. La mansión era palaciega aún con su aspecto lóbrego y lastimero. Tenía piscina, un cuarto de televisión con una pantalla gigante, una extensa biblioteca y otras estancias de las que podía hacer uso pero aún así me sentía asfixiado por el claustro y la falta de contacto humano. Casavetes cenaba solo en la enorme mesa. No sé donde cenaban Bigalow y Alraune pero no lo hacían conmigo, y mientras el gorila no emitía palabra alguna, la belleza uniformada de negro me evitaba con claro nerviosismo.

¿Qué pasaba en esta extraña mansión? ¿Y por qué no podía acercarme al Área Carmesí, debidamente identificada por una alfombra de dicho color y un rótulo que la designaba?

La curiosidad comenzó a hacer presa de mí y no podía dormir. En una madrugada decidí acercarme furtivamente al Área Carmesí. Allí escuché unos agitados gemidos femeninos emerger de una habitación bien cerrada y escuché la voz del Sr. Casavetes diciendo algunas cosas pero el rumor del sonido no traspasó la puerta de metal lo suficiente como para transmitirme nada inteligible. ¡Así que eso era! Alraune y Casavetes eran amantes. ¡Qué típico! Eso explicaba porque la mujer usaba ese provocativo uniforme, aunque no explicara el secretismo. No es que fuera normal que una sirvienta fuera amante de su jefe, por más dinero que este tuviera, pero si se suscitaba tal eventualidad entre adultos solteros como ellos, no tenía por qué ocultarse.

"¡Qué envidia!" pensé "¡Qué suerte tiene Casavetes!".

Así que los largos y tediosos días se sucedieron unos a otros. La televisión no me entretenía, ni tampoco la colección de malas películas de terror que guardaba Casavetes en la sala de estar. Me dediqué a inspeccionar la biblioteca. La debo haber recorrido mil veces pero una lluviosa tarde me percaté por primera vez de cierto pabellón que no había visto y que estaba dedicado al ocultismo.

En su interior encontré una extensa biblioteca de magia y alquimia.

Ojeando los libros noté que algunos estaban particularmente limpios -es decir, sin la gruesa capa de polvo de los demás- y con las portadas más dañadas, lo que me hizo suponer que eran utilizados con cierta regularidad. Los tomé todos y me los llevé a la mesa de la biblioteca a leerlos.

Trataban de diversos y descabellados temas propios de la alquimia como el transmutar el plomo en oro, alcanzar la inmortalidad mediante la Piedra Filosofal y crear vida artificial humanoide, aunque estos fueron unos antinaturales engendros llamados homúnculos que parodiaban grotescamente la vida humana. Los libros contenían gráficos, fórmulas, sigiles misteriosos, invocaciones, mecanismos para abrir puertas a otros universos y otro montón de locuras, que alguna mano había marcado cuidadosamente con una pluma, resaltando lo que le llamaba la atención y haciendo anotaciones al margen, especialmente en el área de creación de homúnculos.

- No ha estado usted curioseando por el Área Carmesí ¿o sí? -me preguntó el Sr. Casavetes en una ocasión mientras le realizaba su examen matutino tomando su presión y revisando sus amígdalas.

-Por supuesto que no, Sr. Casavetes -mentí.

-Eso espero. No me gusta que rompan mis reglas. ¿Verdad Alraune? -le preguntó a la sirviente que estaba a su lado y esta se estremeció trémulamente.

Esa noche, justo a las doce, tocaron a la puerta de mi habitación. Me extrañó porque era tarde y ya me habían llevado la cena. Al abrirle me encontré a Alraune que temblaba y estaba pálida.

- ¡Ayúdeme por favor, Doctor! ¡Escóndame! -Al decir esto escuché una campana sonando a lo lejos. - ¡Es él! ¡Me está buscando! ¡Ayúdeme!

-Pase -le dije. Una vez que entró a la recámara cerré la puerta y escuché al anciano Casavetes maldiciendo mientras el sonido de sus ruedas invadía el pasillo y hacía repicar una campanita. - ¿Qué sucede? -pregunté.

-Usted no tiene idea. Él... ¡es un monstruo! -dijo desabrochando el cierre en la espalda del uniforme y mostrándome las cicatrices de latigazos en su espalda y glúteos.

- ¿Él le hizo esto?

-Eso es sólo una pequeña muestra de las cosas horribles que me hace.

- ¿Quiere decir que Casavetes abusa de usted? -Ella no contestó, sencillamente se cubrió el rostro con las manos y se sentó en la cama- ¿Por qué lo permite?

-No puedo escapar aunque quisiera. Bigalow tiene las únicas llaves y obedece a Casavetes en todo. ¡Por favor, ayúdeme a escapar! No puedo soportarlo más... haré todo lo que usted quiera si me ayuda.

-La ayudaré con gusto, no necesita ofrecerse.

- ¿¡Dónde estás, zorra!? -Clamó enfurecida la voz de Casavetes- ¿Acaso te metiste con el médico ese?

-Será mejor que me vaya -dijo ella- o usted tendrá problemas.

-Pensaré en como sacarla de aquí. Por ahora resista.

Ella salió de mi aposento y fue a dirigirse hasta donde Casavetes. Por la forma en que sus gritos enardecidos llegaban hasta mí -que escuchaba por la puerta entreabierta- y por el sonido de manotazos acompañados de los quejidos llorosos de Alraune adiviné que la estaba golpeando y odié a Casavetes.

No pude dormir, rabiando y sintiéndome impotente y se me dificultó mucho poder fingir cordialidad al atender a ese maldito viejo a la mañana siguiente. Pensé que la forma más fácil de deshacerme de él era darle algún veneno pero el anciano pareció (de nuevo) leerme la mente.

- ¿Sabe algo Doctor? No quisiera que se sienta amenazado, pero creo que mi leal Bigalow se enfurecería mucho si descubre que he muerto por alguna mala praxis. Y Bigalow enfurecido... ¡es letal!

Descartando esa idea, seguí pensando en la forma de liberar a Alraune.

Las sonoras campanadas del péndulo me anunciaron la hora. Salí de mi cuarto e ignoré la prohibición adentrándome al Área Carmesí hasta llegar a una puerta de metal que estaba cerrada pero por la cual se filtraban los alaridos de una mujer y el sonido de latigazos. Con precaución abrí el metálico umbral y me encontré dentro de una especie de balcón con una escalera de caracol que daba hacia un horrendo calabozo. Desde la baranda del balcón era posible tener una visión panorámica del lugar que era, ni más ni menos, que una cámara de torturas. Las paredes de piedra estaban iluminadas por antorchas y una serie de artículos de torturas, grilletes y cadenas descansaban de distintos lugares.

Y, para más horror, en el centro del calabozo estaba Alraune con la cabeza y los brazos en un cepo, semidesnuda y siendo fustigada por Casavetes que ahora usaba un gato de tres colas para desgarrarle la piel.

Pensé en intervenir de inmediato para detenerlo, pero entonces observé al gigantesco Bigalow que estaba vigilando todo desde un extremo, vestido con un pantalón de cuero y una máscara de verdugo, pero con el musculoso torso desnudo. Por orden de Casavetes, Bigalow la liberó del cepo y le colocó las muñecas en grilletes que luego suspendieron su cuerpo del techo. La infortunada muchacha con los brazos en esa incómoda posición, comenzó a ser flagelada por Bigalow quien la azotaba con una afilada vara de bambú por disposición de Casavetes.

-Crear un homúnculo resulta provechoso ¿verdad? -Dijo Casavetes a Alraune- mira por ejemplo a Bigalow con lo obediente que es. ¡Sigue las instrucciones al pie de la letra!

Supuse que Casavetes estaba loco. Naturalmente que Bigalow no era más que un simple ser humano cómplice de su maldad. De eso no cabía duda, como no cabía duda que Casavetes era también un psicópata y un sádico sexual.

Una vez que la hubo azotado suficiente, Bigalow la colocó boca arriba en una especie de potro...

No pude ver más y con la sangre emponzoñada de bilis por la ira fui a mi habitación a patear los muebles mientras intentaba delinear un plan de escape.

La mañana y la tarde pasaron sin exabruptos y, cuando llegó la noche, otra vez a las doce, me dirigí de nuevo al Área Carmesí y luego al tórrido calabozo.

Allí observé a Alraune atada al potro y a Casavetes quemándola con la cera derretida de una vela. Ella se estremecía de dolor boca arriba y sollozando. Como no vi por ningún lado a Bigalow decidí aprovechar la oportunidad para liberar a Alraune.

Pero una mano pesada y áspera interrumpió mis planes, tomándome por sorpresa y aferrándome el hombro. ¡Bigalow estaba detrás de mí!

En cuanto me giré me propinó un severo golpe que me hizo caer sobre la plataforma metálica del balcón. El sonido de mi cuerpo azotando el metal llamó la atención tanto de Casavetes como de Alraune. Bigalow me agarró de las solapas y me levantó de un solo jalón para luego tirarme por la escalera de caracol. Cuando finalmente llegué al piso después de estrellarme por entre los innumerables escalones de hierro, me encontraba aturdido por el dolor y la sorpresa.

- ¡Bienvenido, Doctor! -Me dijo- ¡Qué gusto verlo! No sabía que quería acompañarnos en nuestras sesiones. Sin duda encontraré que hacer con usted. Pónganse cómodo.

- ¡Déjela en paz! -grité.

-Ella no es lo que usted cree. Un alquimista puede perfectamente crear un homúnculo para satisfacer sus fantasías sexuales...

Bigalow bajó las escaleras y me tomó por los hombros. Pretendía encadenarme pero, temeroso de las atrocidades que Casavetes podía infringirme, me resistí y le propiné una patada en la entrepierna a Bigalow. El gorila bufó de dolor y me miró con ira. Se lanzó contra mí de nuevo y empezó a estrangularme, entonces le clavé los dedos en los ojos y el mayordomo se separó de mí ahogando un grito. Observé la vara de bambú que usaba para azotar a Alraune y, sin pensar dos veces, presa de un fervor maniático por la adrenalina y el instinto de supervivencia, me lancé contra Bigalow y le clavé la vara en el cuello. Pude sentir como la vara penetraba por su manzana de Adán, atravesaba los huesos del cuello y emergía por la nuca y pude olfatear la sangre humana.

Bigalow se llevó las manos al cuello aferrando la vara con mirada sorpresiva y luego se desplomó sobre el piso.

Entonces Casavetes, chillando desesperado, tomó un látigo largo y se dirigió hacia mí con su silla de ruedas y comenzó a golpearme con el flagelo lastimándome considerablemente y rasgándome la ropa. Enfurecido por esto me aproximé a Casavetes y le propiné una patada en el pecho, el anciano reculó en su silla hasta estrellarse contra la pared de piedra y luego colapsar sobre el piso golpeándose la cabeza y abriéndose el cráneo.

Me incliné sobre el cadáver de Bigalow y le quité las llaves que colgaban de una cadena en su cuello y luego liberé a Alraune. Esta sonrió agradecida y se lanzó a mis brazos.

Subimos la escalera de caracol, llegamos hasta mi habitación y allí saqué mi botiquín para curar mis heridas y las de ella tras lo cual, presas de un frenesí maníaco, hicimos el amor apasionadamente.

La noche se convirtió en mañana, la mañana en tarde y la tarde en noche de nuevo y aún no me cansaba de explorar cada centímetro del voluptuoso cuerpo de Alraune. Me sentía como un vigoroso amante insaciable sumido en sórdido desenfreno.

- ¡Ya es hora! -dijo ella mientras se encontraba desnuda a mi lado y el viejo reloj daba las doce repicando sus campanadas por toda la estructura.

- ¿De qué? -pregunté extrañado.

-Ven conmigo.

Entonces ella me llevó hasta el Área Carmesí y de nuevo al calabozo. En el interior del mismo fui testigo de una visión espectral que me aterrorizó.

El cadáver de Bigalow comenzó a moverse convulsivamente. Se levantó del suelo y arrancó de su cuello la vara de bambú.

- ¡Dios mío! -Exclamé- ¿Qué sucede aquí?

-Es un homúnculo -dijo Alraune- no puede morir.

- ¡Entonces es verdad! -Exclamé- ¿Quiere decir que Casavetes en efecto era alquimista y te creó a ti y a Bigalow como homúnculos para su satisfacción sexual?

Alraune se carcajeó:

- ¡Ay por favor! ¿No puedes pensar que una mujer puede ser tan buena alquimista como un hombre? ¡Yo cree a Bigalow y cree a Casavetes! -dijo señalando hacia la pared donde efectivamente el cuerpo de Casavetes también se reanimaba y se subía a la silla de ruedas.

-Pero... ¿Por qué?

-Porque soy masoquista y encuentro un profundo placer en ser sometida, torturada y doblegada ¡mmmm! -dijo como saboreando y cerrando los ojos.

-Pero... ¿Por qué no me lo dijiste?

Alraune se rió de nuevo:

- ¡Ay por favor! ¡No seas ingenuo! ¿No crees que como parte de un buen juego sexual siempre sea bueno tener un tórrido romance con algún valeroso héroe que me libera? Tenía que crear un nuevo personaje para mi fantasía...

-Pero... no entiendo...

- ¿Recuerdas cómo llegaste al Castillo? ¿Qué vehículo te trajo? ¿Dónde naciste? ¿Cómo se llaman tus padres?

Hice memoria... y no... no recordaba nada de eso... entonces dije (dilucidando la terrible realidad):

-Soy un homúnculo...

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