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El buen árabe

Bárbara Berrocal 3 de Abril de 2018 a las 10:09 h

Yoram Kaniuk es un animal literario. Sacó a la luz su particular visión del holocausto judío cuando el tema aún era tabú en la literatura en hebreo (El hombre perro, traducida al inglés como Adam Resurrected, y así también su versión cinematográfica, de la mano de Paul Schrader).Empapada de un humor negro para el que la sociedad judía no estaba preparada en ese momento, convirtió a su autor en un renegado del panorama literario hasta que, años más tarde, la generación de Etgar Keret y compañía le recuperara como su padre artístico.

¿Un hombre adelantado a su tiempo? Quizás. O quizás se trata de uno de esos autores que están fuera del tiempo y, simultáneamente, profundamente enraizados en su propia época. ¿Cómo explicar si no la rotundidad aplastante con la que comprende el conflicto que le vio nacer? El buen árabe es un ejemplo magistral de esta capacidad para bucear en la compleja realidad que le rodea. En esta novela el conflicto árabe-israelí se presenta como un desgarro profundo a través de su protagonista, Yosef Rosenzweig - o Sherara, o ibn Azouri, según el momento -, hijo de una judía y de un árabe, pertenecientes a mundos vecinos pero distantes, enfrentados, ahogados por la pasión visceral que los consume y para los que sólo hay un desenlace posible: «[...] la conclusión que sólo hoy empezamos a comprender, la de que no hay esperanza en absoluto, la de que la tragedia empieza mucho antes de que los historiadores puedan localizarla, que todo parece ordenado de antemano, que el fanatismo era inevitable, que el país era extraño a ambas naciones, las cuales inventaron movimientos nacionales que no surgieron directamente de sus historias respectivas, sino sólo de sus sufrimientos». La existencia de Yosef está dividida desde dentro, desde el nacimiento hasta la muerte, está condenado a ser siempre un extraño, enemigo de sí mismo.

 

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1948

Bárbara Berrocal 7 de Abril de 2015 a las 13:29 h

Todos sentimos la necesidad de formarnos una opinión sobre los temas de actualidad, de tomar posición, de etiquetarnos a nosotros mismos o a los demás en el blanco o en el negro para evitar la engorrosa incomodidad que nos provocan los grises. Sin embargo, si dirigimos una mirada honesta a la realidad, nos daremos cuenta de que está compuesta por una amalgama de grises de la que difícilmente podemos zafarnos. Tal es el caso del añejo conflicto palestino-israelí: si profundizamos un poco empezamos a echar de menos el blanco y el negro. Y dentro de esta amalgama particular de grises encontramos un tono muy peculiar en Yoram Kaniuk y su obra 1948. Año de la Fundación para unos, de la Ocupación para otros, esa fecha se carga de significados, se difuminan los límites. Kaniuk fue unos de los jóvenes que lucharon en la Guerra de la Independencia inmediatamente anterior a la fundación del Estado de Israel; uno de esos jóvenes que, como él dice, sin saberlo fundaron una nación. Kaniuk es un abra (lit. higo chumbo), miembro de una de las primeras generaciones nacidas en tierra palestina, cuya lengua materna es el hebreo (ese hebreo resucitado por los pioneros) y que se siente completamente ajeno a Europa -a la vez que profundamente conmocionado ante sus supervivientes y las historias que relatan mientras colabora en su desembarco clandestino en costas israelíes-.

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