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El guardián de mi hermano

Ana Isabel Rábade Obradó 22 de Febrero de 2010 a las 00:41 h

Seré sincera: siempre he sentido más bien antipatía hacia Susan Sontag. Incluso desde sus fotografías parece mirarnos con desdeñoso aire de superioridad intelectual y el look a lo Cruella de Vil que se gastaba no ayuda a concederle un aire precisamente simpático. Tampoco mis relaciones con sus escritos han sido lo que se dice satisfactorias. Apenas he conseguido hincarles el diente: ¡me aburren! Aquí he de confesar mis pecados: concedo a un libro muy pocas oportunidades, es decir, muy pocas páginas (¡por eso me gusta tanto que empiecen in media res!) y el tono divagante de la Sontag a menudo me cansa antes de llegar a mayores. Del ensayito Ante el dolor de los demás me atrajo el título y el tema que prometía, y está vez no salí defraudada.

Ante el dolor de los demás es lo último que Sontag escribió antes de morir de un cáncer implacable en 2004. Sontag retoma en el ensayo temas ya tratados con anterioridad: el dolor, la guerra, la fotografía. Sontag reflexiona sobre fotografías, con atención especial a las fotografías de guerra, que muestran sus estragos sobre los seres humanos: cuerpos malheridos, torturados, destrozados, cuerpos doloridos y cuerpos sin vida. El dolor de los otros.

Para mis manías personales, Sontag empieza mal: citando a Virginia Woolf (¡otra que no me gusta, con la excepción de Un cuarto propio, que debería ser lectura obligatoria!). Pero el tema es tan importante -¡el dolor de los otros!- y tan pocos le prestan atención, que pensé que en esta ocasión Sontag merecía un voto de confianza. Habrá quien juzgue que, además, el tema es de rabiosa actualidad, con todo el aluvión de fotos que nos llegan últimamente desde Haití, pero, para mí. afirmar esto sería ignorar a todos aquellos -¡demasiados!- que, por nuestro olvido y nuestra indiferencia, jamás saldrán en la foto. ¡Qué indignante que saquemos pecho por nuestra solidaridad, en vez de que se nos suban los colores por el descuido de nuestra responsabilidad!

¿Debemos o no debemos hacer, reproducir, difundir, exponer, mirar fotografías que muestran el sufrimiento de otros? ¿Sirven de algo o son mera carnaza para un espectáculo morboso? Sontag tantea la cuestión desde diferentes puntos de vista, alude a sus pros y sus contras y, por esta vez, me parece que hace lo apropiado. ¿Queremos hacer acaso un sesudo tratado metafísico, una pormenorizada reconstrucción psicológica, un contundente análisis sociológico, alguna clase de teoría consistente sobre el dolor ajeno? La perspectiva es la de quien mira cómo sufren otros, y ¿cuál otra sería posible? ¿Qué palabras, qué adjetivos -lacerante, atroz, sordo, punzante, insoportable- utilizaremos, quién nos concederá el lenguaje para expresar el dolor que otros sienten? El contexto, el más adecuado: la guerra, no esas otras catástrofes naturales (como si las tragedias sobrevenidas por las acciones del hombre actuaran al margen de la naturaleza y a las naturales no contribuyeran las omisiones humanas) que nos confortan con una fácil solidaridad después de la tragedia, cuando una solidaridad antes de la tragedia la hubiera quizá evitado o, al menos, dulcificado. La guerra es la tragedia humana por excelencia porque, aunque siempre haya habido guerras, lo mismo que ricos y pobres -la pobreza sería el candidato con más posibilidades para rivalizar con la guerra en el siniestro hit parade de las miserias humanamente evitables-, sabemos que las guerras las comienzan los hombres y no oscuras fuerzas de la ciega naturaleza.

Muchas de esas guerras ocurren lejos de nosotros y esos rostros presentaban rasgos exóticos antes de ser Varios fotógrafos tras policía armadodeformados. Las fotos de víctimas de países lejanos, exóticos o "subdesarrollados" -palabra hoy desterrada por políticamente incorrecta- los relega a la condición de objetos de nuestra mirada. No sujetos, en definitiva, sino "cosas", aunque sean "cosas humanas". Recuerdo la polémica que hubo en su momento sobre si era legítimo y de buen gusto exhibir públicamente las fotos de la célebre Lady Di tras el accidente que le costó la vida. Ya entonces me pregunté qué concedía al cuerpo de la princesa de papel couché una dignidad superior a la de tantas víctimas anónimas (anónimas, por supuesto, para nosotros). A esos rostros anónimos, ¿de qué les sirve nuestra efímera compasión, la fugaz identificación vicaria con su sufrimiento en la que, ¡oh maravilla!, siempre estamos del lado de "los buenos"? ¿Puede una fotografía llevarnos a la reflexión que mueve a la acción, más allá de la catarsis autocomplaciente?

Muchas preguntas y respuestas nada fáciles. Mucha ambigüedad, como sucede casi siempre que nos enfrentamos honestamente a los asuntos humanos. No obstante, algunas conclusiones claras. Ante un montón de cadáveres mutilados, de hombres y mujeres depauperados que mantienen apenas un hálito de vida como esqueletos macilentos -¡cómo se parecen unos a otros!-, es fácil olvidar que tuvieron un rostro humano reconocible. Como el nuestro. No podemos sentir lo que sienten. No podemos siquiera imaginarlo, ni podemos ponernos realmente en su lugar. Su dolor nos permanece ajeno. La injusticia en el mundo es ingente. Pero esto no nos exime en lo más mínimo del deber de hacer todo lo que nos es posible por evitarlo, aliviarlo y repararlo.

Cuando Caín se ocultaba después de haber dado muerte a Abel, escuchó la voz de Dios que le preguntaba por su hermano. Caín replicó: "¿Es que soy el guardián de mi hermano?". El buen Dios le hubiera podido responder: "¡Pues sí!".

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