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Tal vez a causa de una nube

María Ángeles Maeso 12 de Diciembre de 2018 a las 11:33 h

El poeta Wadih Saadeh (Líbano, 1948) trabajó como periodista en Beirut, Londres, París y Nicosia, antes de emigrar a Australia, donde vive desde 1988. Su presencia es habitual en festivales internacionales y cuenta con traducciones de algunos de sus poemas al inglés, francés y alemán. 

Tal vez a causa de una nube es un libro de 1992. Son poemas nucleados por la muerte y la ausencia, en los que el dolor no cede al grito, sino que le hace sitio a la intensidad de la mirada asombrada que nos alcanza:

"Lo encontraron/ con la mano azul extendida/ cual ala de abejaruco/ y la boca entreabierta/ como si quisiera/ cantar"

Es la incursión de la muerte en el centro de los quehaceres, su impacto se ahonda al presentarlo como inseparable de la naturaleza en la que se faena:

"... estaban arrasando sus días como si quitaran la nieve. /Gente y campo se fundieron"

"Abrió la mano y contó con los dedos los nombres de los muertos,/ luego contó con los dedos de la otra mano. /Añadió los colores que lo rodeaban/ las ramas del árbol que estaba frente a su casa/ las plantas del sendero/ las hojas del bosque // ...Y antes de dormirse/ añadió su propio nombre"

Este libro se cierra con cinco fragmentos agrupados bajo el título Momentos muertos, un monumento que merece ser incorporado a la historia poética del poema en prosa, de cuya lectura es imposible salir indemne. Se abre con la descripción de una persistente lluvia que no altera la seguridad del espacio donde el poeta habita. No puede salir a la calle y su mirada recorre atentamente los objetos de su cobijo; por la ventana ve una construcción en la que trabajan emigrantes que él percibe como ángeles. Observa los gestos de su propio cuerpo, los movimientos se reducen a sentarse y levantarse para abrir líneas entre el vaho del cristal.

Las palabras del poeta operan en nosotros como una cámara que nos lleva de la calle al interior; por el ahora y la memoria; por imágenes fundidas de amigos que se borran, por la de su propio pie apoyado en la mesa como sinécdoque de la lealtad en la que el poeta permanece, como signo de santidad. Los recuerdos salen de esa imagen del pie que heredó calzado, que abandonó la escuela, que vagó por los caminos, que lo ha llevado a un guarecerse en una habitación donde la mudez de sus paredes es la de sus huesos o la de la muerte del padre. Un quietismo que contrasta con los ágiles movimientos de los trabajadores de la obra que le hace pronunciar:

"He intentado convencerme de que los miembros que se mueven son algo bello, y que el hombre generalmente posee pequeñas venas por donde circula sangre pura. Pero es odioso no ser más que la bomba de un líquido monótono toda la vida, sin tener nada que hacer"

La mirada vaga por los objetos y de ellos emergen nuevas imágenes de los cuerpos amigos que les dieron vida y, a su vez, estos son escrutados en su interior como materia humana dislocada:

"... piernas que andan solas por los caminos y labios que hablaban solos con los transeúntes. Me he encontrado palabras, alientos y miradas que habían abandonado a sus dueños y se habían convertido en seres nuevos"

Una sobrecogedora paleta expresionista que denuncia la reducción del ser humano a materia orgánica escindida, aislada. Las noticias que llegan por la radio ("El exterior sigue igual: la guerra") le provocan el asombro de que su cuerpo siga entero:

"Mi padre me hablaba de las guerras y yo no hacía más que mirarlo"

Ahora mide hasta dónde le alcanza. Evoca las imágenes de la infancia entre una naturaleza bondadosa: la nieve, la lluvia, las ramas de los árboles como juguetes amigos, porque "no había separación entre la tierra y nosotros" "y el mar era uno de nosotros".

Un nosotros que cae troceado bajo la lluvia que lo encierra con su pasado roto, porque como señala en el prólogo Julida Said, "Este es el canto de los ausentes, el canto de la partida y de la separación".

El último de estos cinco fragmentos concluye así:

"Ahora estoy aquí, en el sofá de esta habitación pequeña" (...) Me acerco al espejo. Me peino. Saco del peine dos pelos y los tiro a la basura"

Y ese mismo ahora es el de nuestra lectura, bajo el estallido de luz que serenamente nos socava. Es el ahora que nos mira preguntando a qué nombramos momentos muertos.

"Tiene que haber otro camino/ hacia el bosque/ La cuerda tendida entre mis ojos y los árboles/ está a punto de romperse." Son versos de otro de sus poemarios, en los que el tema de la emigración es una constante. De obligada lectura, el estremecedor poema de largo aliento, "Recuperar a una persona disuelta", donde la serenidad abraza a la elegía.

Con la poesía de Wadih Saadeh nos damos de cara con la delicadeza de un lenguaje que designa lo perdido y que, sin embargo, resiste entre las sombras que nos miran. Necesitamos esas presencias denunciadoras de la barbarie de nuestro tiempo. Necesitamos esta poesía. De ahí, que no pueda acabar esta reseña sin agradecer la labor y el valor de las pequeñas editoriales para darnos a conocer, por primera vez en castellano, a este inmenso poeta. No se lo pierdan.

 

 

 

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