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No es idolatría sino reconocimiento

Flor Martínez Yustas 28 de Abril de 2009 a las 09:25 h

Truman Capote se ha aposentado como una constante en mi vida. Es algo así como lo que me pasa con mi madre pero de otra manera. Es una constante que me da firmeza, que me sujeta, que me sirve de apoyo incondicional. Algo que me asegura más aún que las asas del autobús que cojo para ir al trabajo. El Ensanche de Vallecas está tan plagado de rotondas que mi hermana dice que se planificó así para enviar algún tipo de mensaje pictórico a los extraterrestres. El caso es que el meneíto sufrido por éstas, cuando vas en el autobús, de pie y con una axila sudorosa a pocos centímetros de tu napia, te obliga irremediablemente a aferrarte a ese asa. Tan fuerte, tan fuerte como me agarro a Capote cuando estoy en un vaivén como lectora, cuando no sé hacia dónde tirar, cuando no tengo ni la más mínima idea de lo que deseo leer en adelante. En ese estado de peligrosidad por la inminente caída a un precipicio falto de literatura, siempre aparece el "cuasi Calvo" y "Gafapasta" para ofrecerme una mano.

De él me gusta todo. Me encantó A Sangre Fría y me desmorono con cada uno de sus relatos. Pero, sobre todo, me fascinan esas historias en las que me sienta en un vestuario, frente a un espejo de camerino lleno de luces y destellos, y me invita a ver, a través del reflejo, el fondo oscuro, y en varios puntos tenebroso, que se halla a mis espaldas. El contraste del color y la oscuridad existente en la vida del espectáculo. La cara más desmaquillada del mundo de las apariencias, de las luminosas estrellas que parecen vivir en esferas inalcanzables. Capote coge a los personajes de la farándula y te los acerca a la cara, muy de cerca, para que, como si fueran juguetes, puedas examinarlos a conciencia.

Marilyn y Capote bailando

He de reconocer que el ritmo de Capote me pone y me engancha más aún, si cabe, que el buen sexo con persona conocida, más aún que ciertas canciones que me son clave, más aún que las trufas de chocolate blanco y las tabletas de extrafino con leche y almendras. Capote es para mí el succionador y agitador vital por antonomasia.

Es además un guarrete que me absorbe con una pajita para luego devolverme al vaso. Y ahí quedo yo, como sólo a veces me pasa (gracias siempre a personas excepcionales, a genios), en estado efervescente. Y acabo desbordando la copa, la taza o lo que fuere que me contenía, inundándolo todo de espíritu farandulero, lentejuelas de colores y risas por doquier que contagian a todo el elenco de celebrities hollywoodienses que habitan sus relatos. Todos esos personajes y máscaras de lujo venecianas que dan forma a su peculiar atmósfera.

Es Capote un caso impresionante sobre cómo el deseo, y la ambición de autosuperación, pueden llegar a tal límite que el individuo quede completamente ciego y no aprecie en su totalidad la divinidad de sus creaciones. De cómo absorto en querer hacer más y mejor, acaba agobiado, auto torturado, flagelado diariamente por sí mismo y, en último momento, derrumbado, inconsciente y arrastrado por una frenética corriente de alcohol y drogas que acaban por no aportarle inspiración alguna, si es que en algún momento lo hicieron.

Y decía que moría a expensas de conseguir un estilo más perfeccionado y brillante. Me hubiera encantado decirle en vida que para muchos es uno de los seres más espectaculares que jamás ha existido. Espero que me oiga. Como dice Joseph Fox en el prólogo de Plegarias atendidas: Que Dios le bendiga.

 

Flor Martínez Yustas, alumna de la Escuela de Trabajo Social de la UCM

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