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William Ospina: La decadencia de los dragones

Javier Gimeno Perelló 29 de Agosto de 2012 a las 08:52 h

Poeta, crítico, novelista, ensayista, periodista colombiano, William Ospina es hoy uno de los máximos referentes de las letras colombianas y latinoamericanas, también destacado por su conocida militancia al frente del único partido alternativo al poder del expresidente Uribe y del actual, Santos: el Polo Democrático Alternativo, de tendencia socialdemócrata de izquierda.

Galardonado con diferentes premios, entre los que destaca el Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura, o el Rómulo Gallegos por su novela La piel de la canela (espléndidamente reseñada en este blog por Amanda Cabo), el listado de obras literarias, ensayos y artículos es extensísimo. Pero cabe destacar, además de la citada novela, por la cual pasó a engrosar las filas de los mejores prosistas en lengua española de los últimos veinte años, Ursúa (también reseñada por Amanda) y La serpiente sin ojos, su última novela, publicada en 2011. Constituyen una trilogía majestuosa sobre la invasión de América por los españoles. Entre sus poemarios, no podemos dejar de citar ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?, Hilo de arena y la obra merecedora del citado premio nacional, El País del viento. Entre sus ensayos, Un álgebra embrujada; ¿Dónde está la franja amarilla?; Las trampas del progreso; América mestiza; Los nuevos centros de la esfera, galardonado con el Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casas de las Américas de La Habana; o el último publicado este año, La Lámpara Maravillosa, además del aquí reseñado.

 

Los amantes de la literatura solemos echar de menos las buenas recopilaciones y los textos que nos recuerden de vez en cuando no sólo los argumentos sino los trasfondos, las percepciones, las visiones del mundo de los más grandes autores y obras de todos los tiempos. Pues bien, William Ospina, salvo recopilar o antologar, es lo que hace en cada uno de los pequeños ensayos que conforman este magnífico libro. No de todos, desde luego, pero sí de algunos de los mayores: desde Homero hasta Borges, y en medio, los más del Renacimiento, Shakespeare o Cervantes; antes, Dante, el gran autor medieval que anticipa el propio Renacimiento; luego, Montaigne, Descartes, Voltaire, en uno u otro orden. Más tarde, Nietzsche, Kafka, Stevenson, Tolstoi, Chesterton; García Márquez, Neruda, Borges desde luego.

 

Cualquier reflexión sobre literatura que se precie no puede dejar de referirse, por un lado, a la rabiosa actualidad de los clásicos, y por otro, al inmenso placer que otorga la lectura por el sólo acto de leer, comparable únicamente a la escucha de la música o a la contemplación de un cuadro o una escultura o un paisaje. "Sería maravilloso -afirma en uno de los ensayos de este libro, El placer que no tiene fin- que la lectura, siquiera por momentos, no sirviera para nada", porque de esta forma le otorgaríamos el placer intrínseco que toda lectura lleva consigo, del mismo modo que el viaje como placer consustancial al viaje en sí o la música por el solo hecho de sentarnos para hallar su deleite. "Leer es vivir lo que se lee..., dejarse conducir por el texto..., convertirse por un rato en lo que se está leyendo". Pues dejamos hace tiempo de acostumbrarnos a no buscar para encontrar en este mundo de carácter finalista, donde todo se hace para un fin que buscamos incansablemente fuera o al margen de lo que hacemos. Porque, como señala el propio Ospina, "quien escucha música para algo, no la escucha plenamente". Aquel que escucha música sin otra finalidad que escucharla es el único que la disfruta con pasión porque, al decir de otros, "la música destruye el principio de que las cosas existen para un desenlace", o en palabras de Ospina, "quien oiga música esperando un final, se habrá perdido la sustancia de cada instante porque la música es cada instante aprender a oir música [que] es aprender a reconciliarse con el paso del tiempo". Seguramente los críticos musicales o los musicólogos o los mismos músicos lo tendrán más difícil para deleitarse escuchando su arte favorito, tanto como los críticos literarios, los escritores, los especialistas a la hora de leer. Pero "con los libros, como con la música, siempre podemos volver a empezar". La música, la literatura, cualquier otro arte es comparable a la naturaleza porque en todos los casos siempre podemos volver a empezar: en ello radica el misterio que los une. Del mismo modo que un libro que nos entusiasmó la primera vez que lo leímos nos reclama constantemente o de vez en cuando su relectura -"los mejores libros son aquellos que, leídos muchas veces, siguen siendo una promesa para nosotros"-, así lo hace una pieza musical o un cuadro, y así también la luna llena, la lluvia de estrellas de la noche de San Lorenzo o el desierto infinito o el mar en calma o embravecido; nunca nos cansamos de contemplar la belleza, sea ésta en forma de arte o de naturaleza.

 

Ahí reside justamente el valor de los clásicos, comparables también con el placer y con la belleza natural. Un clásico es aquella obra a la que siempre estamos volviendo porque en ella encontramos la hermosura y el goce que en su día produjo a su primer lector; hermosura y goce  que nosotros renovamos, descubrimos nuevos placeres y ahondamos en su belleza perenne. Porque de lo bello nunca podemos decir que ya lo conocemos: el cielo incendiado por el sol que se va ocultando lentamente en los confines del mar, Hamlet o la Novena conservarán indefinidamente su belleza intrínseca tantas veces como lo contemplemos, leamos o escuchemos; o mucha más belleza incrementada cuantas más repetidas veces lo hagamos, mucho más placer acumulado una y otra vez. "Volvemos a la primera estrella como si fuéramos el primer ser humano que la mira, volvemos al atardecer, como decía Borges, como si el secreto intacto que arde en él por fin estuviera a punto de ser revelado". Volvemos, pues, al Ingenioso Hidalgo, a Las Meninas o a consagrar de nuevo la Primavera como si fuéramos los únicos en descubrir su intrínseca hermosura, como si gozáramos en exclusiva de su deleite infinito.

 

Porque si de algo no carece la literatura es de su constante capacidad de reinventarse. "El deber de toda obra literaria, apunta Ospina, es de algún modo volver a empezar". Ello puede hacerse de diferentes maneras pero una de ellas es, sin duda, la de recrear los temas universales y reinventarlos, reinterpretarlos "a la luz de una nueva idea, de un nuevo sentimiento o de una invencible incertidumbre". Esto no es ninguna novedad y no erraríamos mucho si afirmamos con Ospina y con otros tantos críticos, que la historia de la literatura no es sino la historia de las grandes reinvenciones e interpretaciones de los clásicos y aun la misma literatura clásica -si entendemos por tal la que abarca prácticamente toda la historia hasta comienzos o incluso mediados del siglo pasado- es una reinvención constante de temas, de argumentos, de personajes, de mitos... La novela romana bebió, como no podía ser de otra forma, de la mitología y de las leyendas griegas, lo mismo que toda la literatura fantástica medieval, la novela picaresca y de caballerías, y después, la creación renacentista y la barroca y la neoclásica y sucesivamente. ¿De qué beberían si no Petrarca o Dante, Fernando de Rojas, Juan del Encina, Cervantes, Lope, Shakespeare, Moliere, Víctor Hugo, Guillén, Lorca...? Los defensores a ultranza de la llamada propiedad intelectual en su exceso de celo antiplagio se olvidan de que la creación no es sino una reinvención constante a partir de obras ya creadas, inspiradas éstas a su vez en otras anteriores. La originalidad estriba no en inventar una obra nueva sino en recrear lo que ya existe.

 

No todos los clásicos son fruto de un solo autor. Es el caso de la Biblia o de los poemas homéricos, cuyos orígenes se han difuminado de modo tal en el transcurso del tiempo que han devenido en obras colectivas. Así ocurre con muchas otras que perduran en el tiempo y de cuya autoría se ha ido perdiendo la noticia para "terminar siendo atribuidas a la tradición o a ese personaje omnipresente a quien llamamos autor anónimo". Obras que tienen la facultad innata, que sólo da el lenguaje, de convertirse en la memoria de un mundo lejano y ajeno reconstruyendo su orden social, reviviendo sus personajes, sus sueños, sus sentimientos, su relación con la naturaleza y con su entorno, sus ritos, sus ceremonias, con el fin, o uno de sus fines, de descifrar y atestiguar aquel mundo. Tal es el caso de la obra homérica, que nos abre el fresco de aquella sociedad griega plagada de héroes y de seres de carne y hueso en estrecha relación con sus dioses siempre accesibles aunque no siempre estuvieran presentes.

 

Tres mil años después aquellas historias contadas en La Ilíada o en La Odisea llegan a nosotros como episodios de un tiempo que miramos con incredulidad y a veces con desprecio, cuando no con piedad, fruto siempre de la ignorancia,  ante la fe aparentemente ingenua de los griegos en sus dioses. Nos resulta difícil imaginar en nuestro tiempo que las antiguas divinidades eran, mucho más que figuras mitológicas antropomorfas la mayor parte de ellas, verdaderos símbolos de interpretación del mundo como cohesionador filosófico del cosmos, a la vez que un orden de principios y de poder. Así era el dios Apolo, "el sol y su luz, la armonía musical, el orden del pensamiento y de las formas", y en palabras de Homero, "el que hiere de lejos".

 

Los dioses antiguos eran, sobre todo, una interpretación del mundo cuyo testimonio nos ha trascendido gracias a las obras de sus sabios conocedores; gracias, pues, al lenguaje de cronistas y de poetas, de dramaturgos y de novelistas (aunque para muchos la novela surge con Cervantes, algo discutible por otra parte). "Si algo nos revelan todas las mitologías -sostiene Ospina en otro de sus ensayos del libro, La palabra y el bronce -, siempre confiadas a la reinterpretación de los poetas, es un esfuerzo de abarcar la totalidad de lo existente, la tentativa humana de descifrar vínculos, series causales, equivalencias y equilibrios entre los distintos órdenes de la realidad".

 

Pues si algo tienen en común todas las mitologías, todas las culturas originarias de todos los tiempos y lugares, desde los sumerios hasta los mayas, caldeos, chinos, egipcios, hititas, etruscos, fenicios, bereberes... es "su intimidad con los cielos, su capacidad de sentir a las estrellas como parte esencial de su vida cotidiana, un vivir no en el barrio o en la aldea sino en el cosmos". Las culturas de la Antigüedad comparten infinidad de dioses, creencias, prodigios, monstruos, mitos, criaturas fantásticas porque les caracteriza a todas ellas unas formas de vida y de creación, unas cosmologías y cosmovisiones compartidas. Pueblos aislados entre sí no sólo en el espacio sino en el tiempo, distantes a miles de kilómetros y en cientos y cientos de años, sin conocimiento mutuo tan siquiera de su existencia, sin haber propiciado nunca un encuentro o un diálogo, han temido por igual el poder del trueno o creído en la fuerza de la luna o en el poder omnímodo del sol, transformados en dioses,  han inventado seres extraordinarios mitad humanos, mitad caballos o peces, han creado inframundos y paraísos. "Todo ello corresponde a verdades muy profundas e intemporales de la especie", revela Ospina en el ensayo que da título al libro que estamos comentando.

 

Contrasta ese fenómeno con el sistema de creencias y valores de la época actual desde los comienzos de la modernidad, marcada por el imperio absoluto de la Razón. Esa misma razón es también la causa de una transformación sustancial en los modos de la imaginación y de la fantasía. Como escribió Chesterton, "la diferencia entre la edad antigua y la moderna es la diferencia entre una edad que lucha con dragones y una que lucha con microbios". No quiere esto decir que los sueños y la imaginación hayan desaparecido en nuestro mundo por culpa del inmenso desarrollo que el conocimiento ha adquirido, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Lo que se ha modificado, según Ospina, son los temas y los símbolos. "Nuestra imaginación se ha hecho menos inocente, menos espontánea... más intelectual... Es como si nos resultara difícil soñar sin la ayuda del pensamiento, de la ciencia, de la información". No es menos cierto que el corpus fantástico de los más grandes creadores de nuestro tiempo y de sus inmediatos predecesores está profundamente condicionado por el imperio de la filosofía, de la razón y aun de la ciencia -de ahí, la ciencia ficción-. Lovecraft, Poe, Stevenson, Kafka, Asimov, King, Lem, Huxley, Orwell o Borges son literatos eminentemente filosóficos. No nos debe extrañar que obras consideradas fantásticas  como El señor de los anillos, Las crónicas de Narnia o Harry Potter, por citar solo algunos de los más conocidos, no dejen de ser, a pesar de su innegable éxito comercial -y tal vez por ello también, por su categoría de best-sellers-, obras de segundo orden literario, subalternas, relegadas al género de la literatura juvenil.

 

El desarrollo del conocimiento, de la ciencia y de la técnica y la tecnología, producto obvio del predominio de la razón, nos ha conferido tal poder absoluto sobre el mundo, que nos ha llevado a ejercer la osadía de grandes transformaciones sin meditar ni prever sus consecuencias inmediatas o mediatas en el espacio y en el tiempo. Hemos perdido, como denuncia nuestro autor, el "sentido de la totalidad", y por ello infligimos en muchos casos daños irreparables al frágil e inestable equilibrio del planeta en su conjunto, por no hablar de los perjuicios inconmensurables a nuestra especie manifestados en hambrunas, guerras, desigualdades, epidemias, injusticias de toda índole.

 

La hegemonía de la razón que sin embargo ha procurado tantos avances a la humanidad, puede equilibrarse con la fuerza del lenguaje artístico, sea en forma de poesía o de cualquier otra manifestación, tal como señalaba Novalis al proclamar que "la poesía cura las heridas que la razón inflige". Porque el arte nos da mucho más que conocimientos e ideas: fecunda con fantasía y con imaginación y sensibilidad nuestro pensamiento y nuestra razón, permitiéndonos descubrir verdades y realidades ocultas a nuestra percepción cuando actúan de manera aislada. Kant afirmaba que el arte estimula el juego de todas nuestras facultades, no sólo las propias de la razón porque, además de seres racionales, somos sensibles, imaginativos, emocionales, plenos de recuerdos, de sentimientos y de fantasías. "El papel de lo inexistente existe; la función de lo imaginario es real; la lógica pura nos enseña que lo falso implica lo verdadero", escribía Paul Valéry en un ensayo sobre el poema "Eureka", de Edgar Allan Poe. A diferencia del saber empírico y positivo, que es excluyente porque pertenece únicamente a quien lo posee, los saberes del arte son patrimonio de toda la humanidad, son saberes de la totalidad, no de la exclusividad.: nos abarcan a todos y abarcan todo. "El lenguaje creador es el principal instrumento de articulación de la sociedad, el más fuerte de los vínculos. Ésa es la palabra que logra ser más duradera que el mármol y más resistente que el bronce. Y sólo recogiendo la verdad y la riqueza de todas nuestras creaciones podremos encontrar ese lenguaje compartido que se exalte en nuestra patria verdadera... Sólo eso podrá ampararnos de la soledad y de la desintegración que hoy se cierne sobre nosotros, porque sólo en un lenguaje compartido, en una memoria común, los pueblos logran reconciliarse y salvarse del peor de los vacíos, del vacío angustioso de la falta de amor por sí mismos".

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Comentarios - 2

Javier Gimeno

2
Javier Gimeno - 7-09-2012 - 09:11:57h

Ciertamente, Andrés. Gracias y disculpas por la confusión.

andrés

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andrés - 4-09-2012 - 17:24:15h

El libro con el que se hizo acreedor del premio Rómulo Gallegos no es "La piel de la Canela", sino "El País de la Canela"


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