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Los muertos y los vivos

Ana Isabel Rábade Obradó 2 de Noviembre de 2009 a las 09:33 h

No está de moda la tristeza y menos la muerte. Hubo tiempos en los que prepararse para la muerte -memento mori- era ingrediente esencial de la vida humana. En otros, la mirada lánguida y el suspiro profundo se consideraban muestras indudables de un espíritu delicado. Hoy, en cambio, hay muchos capaces de creer en cualquier elixir de eterna juventud que les prometa mejorar la apariencia, prolongar la vida y ahuyentar el dolor; la tristeza es inaceptable a no ser que, convertida en patología, se la encubra bajo el nombre de depresión; y la muerte es un obsceno tabú.

Recuerdo mi sorpresa cuando leí por primera vez en un libro de texto de mis hijos cuáles eran las características de los seres vivos: un ser vivo nace, crece, se reproduce y se relaciona. Al parecer, la muerte ya no es una parte consustancial de la vida. Y sin embargo -como diría Galileo- morimos. Tengo, además, mis dudas de que realmente nos ayude a ser más felices esta forma de vivir, escondiendo la cabeza como los avestruces para hacer como si no supiéramos que nos aguarda la muerte.

 

Uno de los pasajes más emotivos y más hermosos de la historia de la literatura es, para mí, la escena final de la Iliada: Príamo y Aquiles compartiendo su duelo. El anciano rey de Troya, un padre lleno de dolor que intenta recuperar el cadáver de Héctor, llorando con el asesino de su hijo. El sangriento y vengativo Aquiles, llorando por su amigo Patroclo y reconociendo en la aflicción de aquel viejo la misma que pronto sentirá su padre cuando le lleguen desde la lejana Troya las noticias de su propia muerte, que sabe segura. Tal vez hoy se considerase de dudoso gusto la imagen de dos hombres hechos y derechos llorando a moco tendido sus respectivas pérdidas, pero yo no creo que ningún tratado filosófico pueda jamás expresar mejor la comunidad de todos los hombres que se manifiesta en el dolor y en la muerte. La Iliada es, a fin de cuentas, un libro sobre la muerte y Aquiles es su héroe principal, no fundamentalmente porque sea el más guapo y el más fuerte -que también-, sino por su lucidez frente a la muerte: el hijo de la diosa inmortal acepta su muerte como hombre. ¿Podríamos encontrar algo semejante en la literatura más próxima a nosotros?

   Cubierta de La muerte de Ivan Ilich y  Hadyi Murad     

Iván Ilich -no confundir con el paladín de la desescolarización- se muere. Lo que empieza con pequeñas molestias a las que no da importancia, se revela como una enfermedad que le conduce irremisiblemente a la muerte. La historia nos cuenta primero lo que sienten -lo poco que sienten: "el muerto es él, no yo"- los allegados del fallecido, que se limitan a intentar cumplir los papeles que les corresponde de acuerdo con el decoro y la conveniencia. La propia vida de Iván Ilich ha sido siempre comme il faut -en francés- y, según él creía, básicamente satisfactoria: tiene un trabajo que le otorga buena posición social, su situación económica prospera y se lleva adecuadamente mal con su mujer. Las cosas marchan. Pero la certidumbre de que la muerte le alcanza, y no la muerte abstracta que corresponde a todos los hombres como mortales, sino su propia muerte, concreta, real y a corto plazo, lo cambia todo. Primero no se lo cree, luego se rebela y se desespera, más tarde se resigna y, finalmente, ¿lo acepta? Iván Ilich percibe, con rabia y rencor, con angustia, con desengaño, el contraste entre la realidad intensa y dolorosa de su propia muerte y la reacción hipócrita de quienes le rodean -hueras palabras de ánimo, falsos consuelos en los que nadie cree y mentiras más acomodaticias que piadosas-. El dolor y la muerte también le abrirán los ojos a lo ficticia y banal que ha sido esa buena vida según los requisitos convencionales que él ha vivido. Profundidad humana, sutileza psicológica, ironía y compasión se reúnen en La muerte de Iván Ilich, una novela breve de Tolstoi que es, para más de uno, lo mejor que escribió el autor ruso (¡lo que no es decir poco!).

 

James Joyce escribió Los muertos con veinticinco años. Es el último cuento del volumen titulado Dublineses, que incluye otras historias breves escritas tres años antes, cuando Joyce contaba con veintidós añitos. Lo cierto es que esas otras historias de Dublineses -breves pinceladas sobre personajes de Dublín- me parecen un tanto aburridas. Sin embargo, merece la pena leerlas, aunque sólo sea para darse cuenta de lo que mejoró este hombre a tan temprana edad en sólo tres años. Seguramente más de uno conocéis la película -la última de las suyas- que dirigió John Huston sobre el cuento de Joyce, con su hija Anjelica y un maravilloso Donal McCann como protagonistas. La película es muy buena.
Joyce con un bocadillo que pregunta ¿tú tienes estudios piltrafilla?¡El cuento es mejor! Comienza como un relato psicológico y pasablemente costumbrista. Gabriel, el protagonista, asiste algo nervioso -le corresponde, como siempre, pronunciar un breve discurso- al banquete anual que organizan sus tías a primeros de año. El relato nos sitúa en el punto de vista y la conciencia de Gabriel; pero, no temáis, Joyce todavía no había desarrollado el complicado torrente de conciencia característico del Ulises y se atiene a un monólogo interior mucho más convencional. El inseguro Gabriel se pasa toda la velada deseando a Greta, su hermosa mujer. Una canción desencadenará en ella el recuerdo de un lejano amor de juventud, que Gabriel descubrirá que significó mucho más que toda su vida conyugal. A partir de ahí, con un pathos creciente, Joyce reflexiona sobre los vivos y los muertos, sobre cómo los vivos avanzamos constantemente hacia la muerte y cómo los muertos están presentes entre los vivos. El relato concluye con un párrafo, hermoso y emocionante (si podéis, leedlo en inglés), que nos recuerda la comunidad entre los vivos y los muertos, mientras la nieve cae sobre toda Irlanda.

       Vista panorámica de la costa y del pueblo

Una última propuesta. Ahora que se acerca Halloween, la antigua celebración celta de los muertos, sugiero como alternativa a tanta calabaza de plástico y susto de mentirijilla algo más auténtico y viajero. ¿Por qué no una peregrinación a San Andrés de Teixido? Como todo gallego sabe, a San Andrés vai de morto quen non foi de vivo. Es decir, a San Andrés hay que ir al menos una vez en la vida, o después de ella. Así que si no queréis viajar a este bonito lugar de las Rías Altas convertidos en lagartija o en alma en pena (¡eu xa fun!) ésta puede ser vuestra ocasión. Y si en alguno de vosotros la comunidad entre los vivos y los muertos no cala mucho, tampoco importa: recordad lo bien que se come por allí y ¡carpe diem!

 

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Comentarios - 2

Owen

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Owen - 18-11-2009 - 20:22:12h

Me parece muy cierta tu reflexion. No creo que pueda nadie definirlo mejor (nisiquiera mi madre, que es profesora de filosofía)

Sjunde Ingselet

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Sjunde Ingselet - 6-11-2009 - 09:05:31h

Muy buena reflexión. TEs inquietante que hoy no sepamos morir, como el personaje de Tolstoi. Me parece indicativo de que tampoco sabemos vivir, de que vivimos vidas prefabricadas, muy poco protagonizadas, y al mismo tiempo de forma profundamente ególatra, como si fuéramos cada uno de nosotros el centro del universo. Tengo la sospecha de que, cuando se sabía morir, era básicamente porque se sabía vivir.


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