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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Jueves, 28 de marzo de 2024

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Artículos de: Septién, Julio

Cuando vuelva la luz

1. Reflexiones a modo de prólogo

El arrullo del océano me llega desde allá abajo, desde las rocas sobre las que rompen las olas de este mar Cántabro hasta la balaustrada en que me he apoyado tantas veces, al mismo borde del acantilado, frente al antiguo palacio. Es un fragor constante, una mezcla de melodías entre las cuales creo a veces discernir las de mi amigo Tiberio, cuyos ecos surgen desde lo profundo del abismo de mi memoria y se engarzan con los graznidos de las gaviotas y los cantos de las sirenas en un todo armonioso.

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Ojos aguamarina

La primera vez que la vi fue por accidente, a causa de una sucia pelea nocturna a la salida de una taberna, en un oscuro callejón cerca de las murallas. Lo que me pareció una reyerta de borrachos se transformó en una trampa y me encontré huyendo para salvar la última de mis vidas, casi a ciegas por el tortuoso laberinto que era esta parte de la ciudad. Al doblar una esquina que apenas intuí me hallé de pronto en un amplio patio ajardinado, iluminado por esferas suspendidas entre los árboles. Al fondo del jardín se erguía una pequeña construcción sorprendentemente hermosa, una esbelta torre rodeada de una amplia terraza. Apoyada sobre la balaustrada, una bella mujer envuelta en gasas de color violeta contemplaba las tres lunas, ensimismada en misteriosas ensoñaciones. Todo el lugar respiraba un aire mágico, como una especie de templo del que ella hubiera podido ser sacerdotisa o incluso diosa, insólitamente ajeno al entorno de bajos fondos en que se ubicaba. En el mismo momento en que oía los bufidos de mis perseguidores tras de mí, la mujer se volvió y me miró directamente a los ojos. Me atrapó la extraña y lúcida potencia de su mirada aguamarina, me absorbió su intensidad lo suficiente como para que mi reacción llegase demasiado tarde. Caí apenas me hube girado, con la espada a medio desenvainar y el cráneo aplastado por la pesada maza de un gigantesco matón.

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Ojos aguamarina

La primera vez que la vi fue por accidente, a causa de una sucia pelea nocturna a la salida de una taberna, en un oscuro callejón cerca de las murallas. Lo que me pareció una reyerta de borrachos se transformó en una trampa y me encontré huyendo para salvar la última de mis vidas, casi a ciegas por el tortuoso laberinto que era esta parte de la ciudad. Al doblar una esquina que apenas intuí me hallé de pronto en un amplio patio ajardinado, iluminado por esferas suspendidas entre los árboles. Al fondo del jardín se erguía una pequeña construcción sorprendentemente hermosa, una esbelta torre rodeada de una amplia terraza. Apoyada sobre la balaustrada, una bella mujer envuelta en gasas de color violeta contemplaba las tres lunas, ensimismada en misteriosas ensoñaciones. Todo el lugar respiraba un aire mágico, como una especie de templo del que ella hubiera podido ser sacerdotisa o incluso diosa, insólitamente ajeno al entorno de bajos fondos en que se ubicaba. En el mismo momento en que oía los bufidos de mis perseguidores tras de mí, la mujer se volvió y me miró directamente a los ojos. Me atrapó la extraña y lúcida potencia de su mirada aguamarina, me absorbió su intensidad lo suficiente como para que mi reacción llegase demasiado tarde. Caí apenas me hube girado, con la espada a medio desenvainar y el cráneo aplastado por la pesada maza de un gigantesco matón.

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