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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Viernes, 29 de marzo de 2024

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Gabriel García Márquez: “El amor y la alegría en los tiempos difíciles”

Cuando Pandora abre la caja de los males que asolan a la humanidad, cuando los tiempos se presentan difíciles no conviene que éstos acaben con el amor y la alegría en una primavera que comienza. Por eso resulta oportuno recordar ahora a Gabriel García Márquez y a su espléndida novela: "El amor en los tiempos del cólera". Llevada al cine con una imagen claramente inferior a la que se disfruta con la lectura de esta obra indispensable en nuestra biblioteca, independientemente de su soporte, ya sea de papel o electrónico.

 

Quien abre con su historia las páginas del "El amor en los tiempos del cólera" (1987), de Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura en 1982, es el Doctor Jeremiah de Saint-Amour.

Era un fugitivo de un pelotón de fusilamiento - "a causa de alguna insurrección política de alguna de las tantas islas de las Antillas" -, defensor de causas perdidas, naturista por filosofía y poco entusiasta de los medicamentos, reconocedor del fracaso de la medicina de su tiempo y fotógrafo, como Lewis Carroll, el autor de "Alicia en el país de las maravillas" de niñas sorprendidas por el relámpago del magnesio.

Aunque a diferencia de Carroll, que lo hacía por vocación y fascinación, éste lo hacía por necesidad y nunca pudo evitar la mirada desconfiada y acusadora, a veces inquietante y patética, ajena al paso de los tiempos, de los niños y niñas de los retratos colgados de las paredes de las casonas. Niños y niñas en los que a través de sus ojos, se podía adivinar la posesión de ese misterioso y enigmático, tan infantil, "sexto sentido"

Niños a los que, al contemplarlos en nuestra propia infancia - en las casas del pueblo de esos veranos olvidados - no podíamos comprender que alguien los llamara abuelos. ¿Cómo podía ser abuelo alguien que había sido tan pequeño? Y nos imaginábamos con nuestra apariencia infantil rodeados de nietos a los que con toda probabilidad observaríamos con extrañeza.

Jeremiah de Saint-Amour que huyó de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro, y es entonces cuando se da paso - al ser requerido como médico por esta fatal circunstancia - al doctor Juvenal Urbino: el protagonista periférico de "El amor en los tiempos del cólera" .

Juvenal Urbino era profesor en la facultad de medicina y al iniciar su clase, cada día, daba cortésmente la mano a sus discípulos en señal de respeto y de reconocimiento mutuo. Artes y costumbres universitarias de otros tiempos y valores. También, probablemente, de menos alumnos.

El Dr. Juvenal se nos presenta, en la novela, como un hombre más avanzado que su propio tiempo, ilustrado liberal y progresista, promotor incansable de iniciativas públicas pragmáticas, científicas y saludables. Era impulsor de las bellas artes, de las técnicas y de las ciencias, pacifista por naturaleza y partidario de la reconciliación y el diálogo entre los sectores políticos más opuestos en el escenario caribeño, y europeo, de aquellos tiempos finiseculares: liberales y conservadores.

A causa de su espíritu crítico, sincero y ecuánime, su conducta pública resultaba tan claramente independiente que el problema era que nadie lo consideraba como partidario suyo y lo peor: que tanto los unos como los otros, al no decantarse, desconfiaban de él.

Se trataba de un médico famoso y eminente que se dio a conocer por haber evitado a tiempo la última epidemia de cólera morbo que había sufrido su provincia a causa de las lamentables condiciones de salubridad. Y es que, en muchas ocasiones, las enfermedades nos matan principalmente, como ahora, por el entorno peligroso que, en nuestra ambición, hemos contribuido a crear.

A pesar de todo el Dr. Urbino no habría cambiado nunca la magia colorista del Caribe en abril "por el ambiente de los enamorados que no acababan nunca de besarse en la boca en las calles y en las terrazas abigarradas del París que había conocido en sus tiempos de formación"

El morir el doctor de un absurdo accidente - cayó de una escalera al tratar de atrapar a su cotorra habladora y traviesa - sólo tuvo el tiempo suficiente para decirle a su esposa Fermina Daza: "Sólo Dios sabe cuanto te quise".

Ella hubiera querido entonces regresar al tiempo pasado, empezar la vida de nuevo con él desde el principio, para poderle decir todo lo que se le había quedado en el silencio e, incluso, poder reparar cualquier absurdo malentendido del pasado ¡Hubo tantos! Comenzar otra vez para revivir los momentos de dicha y felicidad, los cantos de alegría y también, cómo no, de preocupación y solidaridad compartida. Pero todo era ya en vano. Los dos juntos nunca más.

Pero va a ser el lector el que pueda recuperar lo imposible, las palabras y las vicisitudes de ese amor a lo largo de una novela caribeña plena de cadencias sensuales y de un nostálgico colorido marchito, como el de las primeras películas en cinemascope y tecnicolor.

 

La psicología nos advierte que cuando nos enmarañamos en los laberintos del enamoramiento, idealizamos al ser anhelado hasta el punto que le atribuimos virtudes tal vez improbables, bondades inmensas, encantos que superan el encanto real y sentimientos que sólo nosotros imaginamos.

El enamoramiento es, desde luego, un fenómeno psicológico propio de la adolescencia, cuando tenemos esa concepción tan universal del amor que creemos ser partícipes de todos los amores factibles del mundo - actual, pasado y futuro -. Pero no tiene que ser necesariamente malo abandonar ese sentimiento a lo largo de la vida. Todo enamoramiento apasionado tiene que tener algo de inmadurez y de irracionalidad, de una ilusión incompatible con eso que llamamos inteligencia emocional adulta.

De alguna manera cada vez que nos enamoramos podemos recuperar esa fase pasada de nuestra vida en cualquier instante, aunque seamos mayores. Un adulto enamorado recupera, en efecto, la dicha mental que atribuimos a la adolescencia en materia sentimental; como Florentino Ariza cuando - fingiendo leer un libro de versos a la sombra de unos almendros - esperaba el encuentro furtivo con una Fermina Daza cincuenta y un años antes de reencontrarla en el duelo del que fuera su marido: el Dr. Juvenal de Urbino.   

Era entonces una muchacha de frescura inalcanzable, colegiala de uniforme de rayas azules y de larguísimo cabello negro trenzado, que caminaba con esa altivez natural de la persona secretamente codiciada por las miradas furtivas, como si fuera ajena a las leyes objetivas de la gravedad.

Caminaba con esa imagen imborrable, de nuestra adolescencia, "de los libros apretados con los brazos en cruz contra un pecho que se imaginaba mórbido y acogedor". Ya nunca más los libros volverán a cobijar un corazón enamorado.

Eran los momentos fugaces de un pasado lejano en el que las cartas exquisitamente caligrafiadas todavía no habían sido borradas del recuerdo por las solicitudes apresuradas y febriles y los requerimientos del correo electrónico.

Florentino Ariza fue con respecto a ella un amante desdichado y su breve y difícil noviazgo frustrado con Fermina Daza tenía, además, el no menor inconveniente de la guerra.

Pero ¿cuando no hemos sido turbados, como ahora, por guerras próximas o lejanas? Las que se entablan en el mundo y las que nos afectan cotidianamente a nuestras vidas, a veces más difíciles de sortear que las grandes catástrofes. Además - en la América Caribeña - la guerra acostumbraba a dirimirse en el norte, en una montaña que solía ser algo más que una inmensa estepa verde, o en las peligrosas orillas selváticas y enmarañadas de los inmensos ríos navegables.

Se trataba de rutas fluviales que en ocasiones se hacían cada vez más estrechas, y entonces se oía con más fuerza la algarabía de los loros, algún aullido inquietante y el escándalo de los monos al perseguirse. El asalto de toda clase de insectos era incesante y el calor agobiante hacía que los pasajeros noctámbulos de los buques de vapor huyeran de la asfixia de sus claustrofóbicos camarotes.

Ríos peligrosamente cercados por las partidas guerreras y por los que, además, no faltaba el presagio amenazador de algún buque renqueante, chirriante y destartalado que enarbolaba una bandera más temida que la de las dos tibias y una calavera: la bandera amarilla de la peste. Barcos hay hoy en cuarentena apartados de los puertos por la no menos temida bandera de la radioactividad.

Cauces por los que, en alguna ocasión, iban también a la deriva los cuerpos de víctimas desconocidas, pudiera ser de la peste o tal vez de la guerra. Como cuando una vez vieron el cuerpo de una niña, infantil Ofelia muerta, "cuyos cabellos de medusa se movían ondulantes al paso de la estela de un barco de la compañía fluvial del Caribe".

Las guerras entre conservadores y liberales solían ser intermitentes y había que hacerse pacientemente a la idea. Y al fin y al cabo, también solían ser, entonces como ahora, los más pobres los que sufrían las peores consecuencias.

El problema de las guerras civiles es que no sabes muy bien de qué bando decir que eres cuando te da el alto una patrulla; sobre todo cuando el desaseo y la mugre de los soldados nos los hace tan identificables como cuando desfilan en brillantes cortejos al son de los clarines y ante la mirada altiva y desafiante de los siempre democráticos dictadores de turno, como "El señor presidente" de la novela indispensable del también Premio Nobel de Literatura Miguel Ángel Asturias, que más adelante glosaremos y añadiremos a la particular biblioteca de nuestra revista.

Plural fue la celeste historia de Florentino Ariza en el largo transcurrir de los años hasta que el destino, aparentemente fatal, lo acercara nuevamente a Fermina Daza. Cuando aquel hombre admirable que fuera el Dr. Juvenal de Urbino tuviera que morir para recuperar él lo que había considerado como el verdadero, el único, el auténtico amor de su vida.

Naturalmente que es posible preguntarse, desde la psicología amorosa, cómo un hombre tan aparentemente vulgar y anodino, tan alejado de los ideales masculinos de las mujeres, podía haber tenido hasta entonces tantos amores apasionados y libérrimos. Pero él tenía dos ventajas a su favor en relación con las mujeres innumerables a las que había amado.

Por una parte, un gran sentido realista para reconocer sus posibilidades, que aunque pudieran ser pocas resultaban ser suficientes cuando se descubren y aprovechan y, por otra, que ellas solían identificarlo de inmediato como un ser solitario, indefenso y necesitado de amor "que las rendía sin condiciones, sin pedir nada y sin esperar nada de él".

"Además las mujeres se suelen entregar a un tipo de hombres que no hubieran pensado nunca en escoger, pero les suele perder - o ganar - una curiosidad difícil de resistir y la curiosidad - dice García Márquez- es una de las muchas trampas del amor".

Por otra parte, Florentino Ariza había aprendido que el espíritu audaz y decidido resultaba indispensable ya que, en su opinión, "las mujeres sólo se entregan a los hombres de ánimo resuelto porque les infunden la seguridad que tanto ansían para enfrentarse a la vida".

Ciertamente se trataba de una forma nada desdeñable del espíritu de conquista pero, desde luego, ni infalible ni peligrosa.

En una ocasión se aproximó a una joven con la socorrida y nada brillante idea de invitarla a un helado. Ella lo miró sin sorprenderse y, aunque él se lo tomara con si fuera una ocurrencia divertida, le dijo: "Acepto con mucho gusto, pero le advierto que estoy loca"

"Gozaron como novios recién estrenados en la fiesta del carnaval".

 Pero Florentino Ariza sabía que una felicidad tan repentina no podía durar demasiado.

"A punto estuvieron de ir a los pies rocosos y discretos del faro que barría con su luz intermitente las aguas de la bahía, cuando - salvándole de su destino - Florentino Ariza observó con estupor cómo dos celadores, y una monja enfermera del manicomio de la Divina Pastora, se arrojaban sobre la joven y la reducían no sin esfuerzo"

La andaban buscando desde que se había escapado, tras decapitar a un celador y malherir a otro con un machete porque, según ella: "no quería perderse el baile del carnaval". A la cita de Florentino había acudido con unas afiladas tijeras de podar que ocultaba, con las peores intenciones, bajo su corpiño.

Así pues "El amor en los tiempos del cólera" es una novela en la que los personajes se ven atrapados, tarde o temprano, por el tiempo implacable. Una novela circular y laberíntica, no tanto por su estructura literaria sino por la psicología y las vicisitudes de sus protagonistas.

Todos los personajes de García Márquez parecen perdidos, como el General Simón Bolívar, "El Libertador", en su propio laberinto vital y víctimas de sus propios sueños.

Lo más interesante de la obra es que refleja la expresión de unos personajes que se esfuerzan, en la culminación de su ciclo vital, por llegar a ser mayores sin amarguras. Que advierten, como en el "Retrato de Dorian Gray" la sevicia del tiempo en los demás, mientras se resisten a verse a sí mismos en el camino que conduce a la madurez de la edad adulta. Que se satisfacen con el "confieso que he vivido" frente a la desesperación de un "demasiado tarde" que les resulta inaceptable.

Desde luego Florentino Ariza, al sujeto arquetípico de la novela, se enfrentó a las asechanzas de la vejez con un valor que rayaba en lo temerario, aunque contaba con la curiosa ventaja de que ya de joven parecía un viejo.

García Márquez trata de descubrir en sus criaturas, más allá de la anécdota existencial, feliz o atribulada, cómo será posible escapar de ese laberinto, sin que el laberinto nos confunda para siempre. Sin que la sabiduría nos llegue cuando ya, por ser demasiado tarde, no nos sirva para nada.

Pero hay además en García Márquez todo un recreo intelectual de los sentidos:

Hay una banda sonora en sus libros de aires caribeños y clásicos, de las óperas y de las canciones que hacían fama, en aquel tiempo recuperado, a ambos lados del atlántico.

Hay todo un repertorio de olores, desde los agridulces desagradables desprendidos por las ciénagas o desde el terrible olor ácido de la peste, hasta los aromas de las mujeres amadas o los perfumes joviales que envolvían sus vestidos. También el rastro olfativo que dejaban los encuentros apasionados y furtivos.

El olfato era para Fermina Daza, en todos los órdenes de la vida, su sentido principal de percepción. Olfateaba cualquier cosa, o la ropa, inocentemente por pura rutina y esa capacidad olfativa le sirvió para descubrir la única infidelidad de su marido.

"El amor en los tiempos del cólera" es, además y fundamentalmente, una historia de tres. De un trío amoroso asincrónico, de un "asunto a tres" del deseo.

Uno, Florentino Ariza, quien con su espíritu meticuloso, laborioso - y a pesar de sus ensoñaciones poéticas y de su infinita capacidad de ilusión - llegaría a ser Presidente metódico de la Junta Directiva y Director General de la Compañía Fluvial del Caribe.

Dos, el Dr. Juvenal de Urbino, la figura de la modernidad caribeña en una ciudad que, a pesar de todo, vivía de la nostalgia de los virreyes.

Y tres, Fermina Daza, la mujer deseada por ambos, amada por ambos pero en diferentes turnos y con desigual y paradójica fortuna.

La mujer idealizada que, a incluso a su pesar, representa el ideal del amor, de belleza juvenil y del espléndido atractivo de la madurez.

El ideal de la mujer infinitamente soñada y de la mujer que en definitiva vive en todas las mujeres amadas, con rostros y cuerpos diferentes. La mujer que vivió en la multiplicidad erótica de Florentino Ariza y en el matrimonio convencional de Juvenal de Urbino.

Con Juvenal vivió una recomendable vida conyugal pero que no fue capaz de dominar la costumbre y el tedio, no obstante alcanzaron, en su matrimonio, esa típica complicidad de conocerse tanto que llegaron a ser como una misma persona, se adivinaban el pensamiento y las palabras que iban a pronunciar sin quererlo, y habían sido capaces de superar las incomprensiones cotidianas, los rechazos instantáneos y las repulsiones recíprocas.

Fermina se nos presenta como una mujer de extraordinaria inteligencia,  un mujer de su tiempo que tuvo la oportunidad de participar, como lo hicimos nosotros, en las festividades del recibimiento de un nuevo siglo. De la experiencia del primer viaje en globo, del primer vuelo aéreo, de los primeros aparatos de teléfono, de los milagros de la electricidad, del cine incipiente, y de los grandes viajes trasatlánticos que ya unían los continentes.

Que disfrutó del paseo vespertino, en pantalones bombachos, sobre un velocípedo insólito, de apariencia circense, con una altísima rueda delantera sobre la cual iba sentada y una posterior, comparativamente minúscula, que apenas servía para mantenerla.

Imágenes que aún no hace mucho evocábamos en la despedida de ese siglo cuyo advenimiento celebró Fermina Daza con un espíritu, ¡cómo no!, optimista de los tiempos que habrían de llegar. Tiempos, los del siglo XX, que en realidad serían de dolor y alegría.

 

Tiempos de paz y de guerra. Tiempos de amor y de cólera.

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