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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Jueves, 28 de marzo de 2024

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Un perro aulló en alguna parte (avance del libro Perros del desierto)

El burdel estaba en la llanura. Vieron sus luces amarillentas relumbrando en la oscuridad, al abrigo de una colina rocosa. Dos contenedores de carga que alguna vez pertenecieron a una nave espacial, veinte metros de largo cada uno, conectados mediante una pasarela tubular también pensada para su uso en el vacío. La pasarela parecía el segmento deshinchado de un gusano gigante. Las siluetas de una media docena de vehículos, incluso un viejo camión con motor de explosión. Gómez aparcó el deslizador y bajaron. Las botas crujieron en la tierra. Constelaciones abigarradas se hundían tras la cordillera. Un perro aulló en alguna parte.

I. Ecóloga

En el búnquer del espaciopuerto hacía frío. Los sellos herméticos que evitaban la pérdida de humedad durante el día estaban abiertos para que circulase el aire y el desierto nocturno se filtraba helado por el sistema de ventilación con graznidos de aves nocturnas y gañidos de perro. El hombre miraba a los controladores y a un técnico que sostenía una petaca de licor casero. En las pantallas del búnquer apare­cían cifras y trayectorias. Conectaron las cámaras de la pista de aterrizaje, un páramo de hormigón todavía vacío, calci­nado por más de cincuenta años de aterrizajes y despegues. En los altavoces crujidos de estática y un piloto anuncian­do su llegada en menos cinco, menos cuatro, menos tres. El silbido del transporte de carga cayendo por el pozo de gravedad. Cuando era un muchacho, el hombre y algunos amigos iban hasta unas colinas cercanas al espaciopuerto y veían llegar los transportes desde la estación en órbita de la Autoridad Colonial. La estrella que aparecía de la nada y se iba convirtiendo poco a poco en fuego de retrocohe­tes. Visto desde búnquer sin ventanas, en sus pantallas de baja resolución, todo era más aburrido. El hombre bostezó. Metió las manos en su cazadora marrón, el emblema de la OSC en el pecho. El transporte tomó tierra. Los controla­dores bostezaron. El técnico bostezó. El hombre bostezó de nuevo. La petaca circuló entre ellos pero él prefirió no beber. No quería que el aliento le oliese a alcohol.

Por fin le permitieron salir del búnquer. De una cons­trucción subterránea similar ya salían los estibadores, mon­tados en vehículos de carga, las ruedas de oruga chirriando en el hormigón salpicado de arena. El aire olía a combus­tible quemado y los animales del desierto habían quedado en silencio. Todavía tuvo que esperar unos minutos a que descendiera la única pasajera civil del transporte. Salió por el extremo opuesto de la nave. La mujer caminaba con precau­ción, asentando cada paso, dubitativa. Andares de la gente que había pasado demasiado tiempo en el espacio.

El hombre se acercó hasta ella. ¿Claire To?, dijo.

La mujer lo miró, parpadeando deprisa a la luz de los focos y los reflectores de la pista de aterrizaje. El macilento color del mareo. Sí, dijo. Soy yo.

El hombre extendió la mano. Raimundo Cruz, dijo. Sargento de la Oficina de Seguridad Colonial.

Más que darle la mano la mujer se sostuvo en él. Llevaba un macuto de viaje al hombro y vestía un mono de color verde suave. Ropa de espaciales.

¿Quiere que se lo lleve, señora?

No, no se preocupe.

Acompáñeme, por favor.

La mujer lo siguió un par de pasos y se detuvo. Pero mi equipo...

Por lo que me han dicho tardarán unas cuatro horas en sacarlo del transporte, señora. Se lo enviarán mañana al Burgo.

¿Al Burgo?

 Nueva Edimburgo. Por aquí lo llamamos el Burgo.

Oh, dijo ella. Trastabilló. Cruz le sujetó el brazo.

En serio, ¿se encuentra bien?, dijo.

Hacía tanto tiempo que no caminaba por tierra firme...

Salieron del espaciopuerto. Claire To se detuvo. ¿Qué es eso?

El deslizador, señora.

El vehículo tenía el aspecto de un carro de combate negro montado sobre una balsa hinchable. Blindaje en las ventanillas y en la bolsa neumática. El escudo de la OSC, la silueta roja de un halcón, pintado en las puertas.

Las turbinas crean un colchón de aire que...

Ya, sé cómo funciona. ¿Es seguro?

Claro, señora. Es el vehículo oficial de la OSC.

Ella suspiró. Perdone, estoy un poco aturdida... ¿Cómo se llamaba usted?

Cruz, dijo él. Llámeme Rai.

De acuerdo. Gracias.

Me han asignado para asistirla en todo lo que necesite.

No creo que necesite mucha asistencia. Sólo tengo que tomar datos y visitar algunos puestos climatológicos.

El desierto es peligroso. No puede usted... Bueno, no puede ir sola. Algunos de esos puestos están bastante lejos y otros sencillamente ya no sabemos dónde están. Habrá que buscarlos.

Claire To se le quedó mirando un instante. De acuerdo, dijo. Pero necesito un momento antes de montarme en ese trasto.

Aspiró con fuerza. Creo que el aire se me está subiendo a la cabeza. ¿Siempre huele así?

Cruz se sentó en el capó del deslizador. ¿A qué huele?

No lo sé, dijo ella. No huele como la estación, ya sabe, ese olor a gente, a aire reciclado... Aquí huele diferente. Tampoco huele como la Tierra, creo. No lo sé. Hace casi tres años que me fui de allí. Bueno, muchos más años en reali­dad, pero ya me entiende.

Cruz buscó su tabaco, metido en una bolsita de cuero, y comenzó a liar un cigarrillo. El gesto reveló el revólver que llevaba al cinto. Ella lo miró pero no dijo nada. Usted ha tenido suerte, dijo Cruz. Mi abuelo salió de la Tierra y sabía que no iba a volver jamás, pero cuando el Portal esté fun­cionando usted podrá volver si le apetece. Dicen que estará funcionando en un par de años, por fin, después de tantos retrasos.

¿Es cierto que puede verse el Portal desde la superficie?

Sí, señora. Es la estrella más brillante.

Cruz indicó la dirección con el cigarrillo y luego lo encendió.

Nunca había visto un cielo así, dijo ella. Con tantas es­trellas, sin luna.

Bajo la luz azulada la observó con detenimiento. Rasgos asiáticos diluidos, pelo oscuro y largo recogido en una cole­ta. Era francesa, le habían dicho. Debía tener unos treinta años, un poco mayor que él. Le resultaba atractiva de una manera confusa. Porque nunca había visto a una mujer igual, supuso.

No sé si querría volver a la Tierra. A saber qué está pasan­do allí ahora mismo.

Lo sabremos pronto, dijo Cruz. Cuando activen el Portal.

Ella sonrió. Podemos salir ya si quiere, sargento.

A mandar, dijo él. Tiró el cigarrillo

Se puso a los mandos del deslizador. Ella se colocó en el asiento del copiloto e intentó encajar el macuto en el estre­cho hueco a sus pies.

Cuidado, le dijo. Hay una escopeta bajo el salpicadero.

Oh, dijo ella. Dejó el macuto en su regazo.

Cruz encendió las turbinas y el deslizador se elevó del suelo con suavidad. Enfilaron la carretera en completa oscu­ridad, los faros mostraron la cinta de asfalto resquebrajado, comido por el desierto, pasando bajo ellos.

¿De dónde es usted?, le preguntó Claire To.

Mi familia es de Amarillo, Texas. Yo nací aquí.

¿Primera generación?

Primera generación, señora. Soy un extraterrestre.

Ella rió. Yo nací en París.

Dice que salió de la Tierra hace tres años, ¿no?

Es dificil de calcular, pero algo así.

Me hace gracia. Eso quiere decir que usted nació hace unos doscientos años, antes incluso de que mi abuelo llegase a este planeta. Pero usted tiene la impresión de que la pusie­ron a dormir antes de ayer, como quien dice.

Intento no pensarlo, dijo ella. Es perturbador. No es sólo que toda la gente que conocía en la Tierra esté muerta ya. Es que no sé si existe París todavía. No sabemos nada. ¿No le inquieta a usted?

Para mí ha sido toda la vida así.

La silueta de la Cordillera Sur se recortaba ya contra el cielo nocturno, perlada en su ladera por las luces de la colo­nia. Treinta mil almas en un complejo entramado de túne­les, trapas de viento, roca viva cortada con láser en la que se había encajado los módulos de viviendas. Nueva Edimburgo medraba despacio al abrigo de la cordillera, de espaldas al desierto profundo. Era pequeña comparada con las colonias del círculo polar y el punto habitado más al sur del planeta. La frontera natural de la cordillera sólo la traspasaban los ecólogos, climatólogos y planetólogos del proyecto de terra­formación. Gente como Claire To.

Creía que la colonia era subterránea, dijo ella entornan­do los ojos y pegando la cara al parabrisas. Ya eran visibles los módulos exteriores, enormes estructuras rectangulares parecidas a cajas de zapatos. A su alrededor se había forma­do un arrabal de casuchas y chabolas entre las que ardían fuegos pálidos y se alargaban las sombras y las siluetas de sus habitantes.

Lo es en su mayor parte, dijo Cruz. La gente se aburrió de hacer vida bajo tierra, sobre todo desde que el tiempo mejoró. Tuvimos seis días de lluvia el año pasado, imagine. Se construyeron algunos módulos fuera, el ayuntamiento, la Oficina de Seguridad Colonial, el mercado...

Claire To lanzó una exclamación. ¿Ha visto eso?

¿Qué?

Creo que he visto un lobo, ahí, en la cuneta...

¿Un lobo? No hay lobos aquí, señora. Sería un perro.

Era enorme.

Tenemos perros enormes, sí. Muchos se han vuelto cima­rrones y viven en el desierto, cazando liebres y bebiendo no se sabe qué. Algún día le contaré las historias que tenemos sobre perros vampiro.

Entraron en la avenida principal de Nueva Edimburgo. No había nadie en las calles. Las farolas colgaban entre postes de tendido eléctrico y parpadeaban como balizas perdidas. El deslizador ilumió las fachadas de los edificios, pintadas de colores alegres, rojo, azul, verde, apagados por la intemperie, mordidos por el sol y las tormentas de arena.

Cruz detuvo el vehículo junto a lo que parecía una enor­me puerta de garaje. Ya hemos llegado, dijo. Bajaron del des­lizador. Junto a la puerta había una garita y un hombre salió de ella, les echó un vistazo distraído y escupió a un lado. Buenas noches, jefe.

Cruz respondió al saludo. ¿Noche tranquila?

Como un cementerio, dijo el hombre. Llevaba una cha­queta como la de Cruz y una gorra también con el emblema de la OSC. Un aturdidor eléctrico en el cinturón. Al pasar a su lado el hombre se tocó la visera y dijo: Señora.

La puerta daba paso a unas escaleras y al descender llega­ron a una estancia de techo abovedado con otras tres puertas igual de grandes que la exterior. Desde aquí se llega a las ga­lerías de los módulos de vivienda, dijo Cruz. Le han habili­tado un módulo en la galería tres. Sígame.

La galería estaba dividida en varios niveles de altura y comunicada con pasarelas móviles, la mayoría estropeadas. Establecimientos de comida y tabernas en los soportales bajo las pasarelas, tiendas de abonos y útiles para las granjas hidropónicas, respuestos para maquinaria agrícola y desliza­dores. Flotaba por todas partes un aroma de derivados fritos del plancton. Se encontraron con pocos colonos, la mayoría borrachos que abandonaban las tabernas, hombres y muje­res solitarios y taciturnos, curtidos, gente de rostro tostado en toscas ropas de trabajo, los ojos inesperadamente pulcros, blancos, protegidos del sol y del viento por gafas oscuras cada minuto que pasaban en el desierto, tratantes de dromedarios y cerdos, mecánicos, operarios de plantas de reciclaje, y los mucho más pálidos funcionarios de la Autoridad Colonial. Abandonaron la galería principal y se internaron por uno de los múltiples túneles que se abrían a los lados. Pasillos más estrechos, puertas numeradas. Aquí dormían los colonos.

Cruz se detuvo ante una de las puertas. Recuerde, dijo. Galería tres, pasillo veintisiete, puerta nueve. Pasó una tar­jeta de plástico por el lector junto a la cerradura y la puerta se abrió con un suspiro. El módulo tenía unos veinte metros cuadrados de espacio aprovechado al máximo, una litera, electrodomésticos empotrados en las paredes, un ordenador con acceso a la Red Local. Hay comida en los armarios, dijo Cruz. Latas, plancton liofilizado, esas cosas. En el mercado podrá comprar comida auténtica si le apetece.

Gracias, dijo Claire To. Entró en el módulo y dejó el ma­cuto al lado. Estoy agotada.

Mañana vendré a buscarla. Si me necesita antes puede buscar mi correo electrónico en la página de la OSC.

Muchas gracias, Rai, dijo ella. Espero que mi visita no le trastorne mucho.

No se preocupe, señora.

¿Puedo hacerle una pregunta?, dijo. Señaló el revólver en su cintura. ¿Utiliza mucho eso?

Él sonrió. No, señora. Sólo cuando se presenta algún lío serio y no solemos tener muchos por aquí.

Le entregó la tarjeta de plástico.

Buenas noches, dijo.

Buenas noches, sargento.

Tras dejar a ecóloga subió un par de niveles hasta su pro­pio módulo. Entró a oscuras y comenzó a desvestirse en la claridad de las luces testigo del ordenador y los electrodo­mésticos. Dejó doblado el uniforme sobre la cama, sin una arruga, y sacó otra cazadora y pantalones del armario y se vistió y volvió a ponerse las botas. Se contempló un momen­to, pensando. Había metido las perneras en la caña de las botas, la etiqueta de los agentes de la OSC. Nunca las llevaba de otra manera, incluso vestido de civil. Lo identificaba en cualquier lugar como un hombre de la ley. Todos los agen­tes que conocía hacían lo mismo. Siempre botas, siempre pantalones oscuros, hasta cuando se retiraban y no hacían otra cosa que frecuentar bares y ver cómo crecían los silos de plancton en el horizonte. Dio un tirón a cada pernera y las sacó. Las alisó sobre los tobillos. Se sintió repentinamente solo. Como perdido en una ciudad extraña. Se frotó los ojos y salió del módulo.

En la taberna del sueco había un único cliente. Gómez, al final de la barra, con una botella de cerveza. Las mismas arrugas a la altura de los tobillos. El sueco pasaba un trapo por la barra. Vamos a cerrar, dijo.

Es sólo un momento, dijo Cruz. Se sentó junto a Gómez. El sueco le sirvió un par de dedos de aguardiente de semillas. Ni un trago más, dijo.

Gracias, Sven.

Gómez bebió de su botella y luego dijo: ¿Qué tal con la ecóloga?

No sabe distinguir un perro de un lobo, dijo Cruz. Pero qué sé yo de ecología.

Gómez rió. Cruz bebió, tosió, se pasó el dorso de la mano por los labios. ¿Qué ha dicho el tipo?, dijo.

Que no hay problema. Podremos verla esta noche.

Ya.

¿Todavía desconfías? El coreano es de fiar.

Todavía no estoy seguro de que la chica exista.

Gómez se encogió de hombros. Esta noche lo descubri­remos, dijo.

El burdel estaba en la llanura. Vieron sus luces amarillentas relumbrando en la oscuridad, al abrigo de una colina rocosa. Dos contenedores de carga que alguna vez pertenecieron a una nave espacial, veinte metros de largo cada uno, conecta­dos mediante una pasarela tubular también pensada para su uso en el vacío. La pasarela parecía el segmento deshinchado de un gusano gigante. Las siluetas de una media docena de vehículos, incluso un viejo camión con motor de explosión. Gómez aparcó el deslizador y bajaron. Las botas crujieron en la tierra. Constelaciones abigarradas se hundían tras la cordillera. Un perro aulló en alguna parte.

La entrada era circular, una escotilla desmantelada. Música festiva en el interior del módulo, reproducida por un defectuoso sistema de altavoces. Sonaba a lata. Clientela taciturna, hombres solitarios en su mayoría, mirando de soslayo a las putas. Un grupo de granjeros bebía aguardien­te e intentaba pasárselo bien, imponer sus voces cascadas a los altavoces con canciones sobre el desierto, la llanura y las mujeres bonitas. Las paredes estaban cubiertas por cortina­jes ajados, llenos de manchas y quemaduras de cigarrillo. El camarero los caló al instante. Gómez hizo un gesto con la mano para calmarlo. El camarero se tranquilizó al compro­bar la ausencia de insignias y uniformes. Se acodaron en la barra y pidieron cerveza. Un par de matones del burdel se paseaban con aturdidores y porras al cinto y botas de piel de serpiente.

¿Dónde está?, dijo Cruz.

Gómez negó con la cabeza. No le veo, dijo.

Las putas esperaban sentadas en butacas y sofás raídos. Vestidas con saltos de cama y camisones. Las caras embadur­nadas de afeites. No bailaban, no hacían gestos a los clientes. Enfermas y drogadas. De vez en cuando un granjero se acer­caba a una y la llevaba del brazo hacia la escotilla del fondo. Por allí apareció el hombre al que esperaban, un coreano de aspecto furtivo. Se acercó hasta ellos y los saludó con un ar­tificioso respeto. Agentes, dijo.

Gómez negó con la cabeza. No nos llames así.

De acuerdo, de acuerdo, dijo el coreano.

¿Dónde está la chica?, dijo Cruz.

El coreano negó con la cabeza. Está muy mal, dijo. No quieren que nadie la vea.

Cruz apretó la botella de cerveza. Gómez iba a decir algo cuando uno de los matones se acercó. Vosotros, dijo. Fuera.

Oh, no, dijo el coreano. Son amigos. Son buenos.

El matón tenía tatuajes en la cara. Un tigre dorado en la solapa de su chaqueta. Aquí no tienen amigos, dijo.

Tranquilo, dijo Cruz.

Si sois agentes, ¿dónde están vuestras placas? ¿Y los uniformes?

Cruz dejó la botella en la barra. ¿Quieres que vengamos con placas y uniformes? Entonces sigue así. Tiraremos este antro abajo, te lo aseguro.

El matón sonrió. Sí, claro, dijo.

Sólo queremos hablar con la chica, dijo Gómez. No es un asunto oficial.

Todavía, dijo Cruz.

No, dijo el matón. Cerró puso una mano en la empuña­dura de la porra, un gesto de calculada indiferencia. Les dio la espalda y volvió con las putas.

Qué coño está pasando, dijo Gómez. Se volvió hacia el coreano. Creía que estaba todo hablado.

El coreano sacudió la cabeza. Quieren más dinero, dijo. No les gustan los desconocidos y menos si son de la OSC.

¿Cuánto?

Cien coloniales. En efectivo.

¿En efectivo?, dijo Gómez.

Mierda, dijo Cruz. ¿Cuánto te llevas tú de esos cien?

No, no, yo no, dijo el coreano. Yo sólo hago un favor a mis amigos de la OSC.

Seguro, dijo Cruz. Sacó un par de billetes de veinte cré­ditos coloniales. Se los puso en la mano al coreano. Esto es lo que hay, dijo. Punto.

El coreano se retiró con el dinero. Al otro extremo de la barra se montó un altercado. Los granjeros borrachos ha­bían empujado y vertido la cerveza de un tipo. El hombre tenía una espesa barba castaña. El rostro curtido por el vien­to y la arena. Unas gafas ahumadas de aviador le colgaban del cuello y llevaba un poncho de lona basta para el desierto, decorado con motivos geométricos rojos y verdes. El hom­bre les dijo algo y los granjeros volvieron a empujarle. El hombre dio un puñetazo al granjero que tenía más cerca. Dos matones saltaron sobre él. Le golpearon con las porras en la espalda. El hombre trastabilló y los matones lo cogie­ron por los brazos y le llevaron a la escotilla de salida. Los granjeros lo celebraron, brindaron con sus bebidas.

¿Era un nómada?, dijo Gómez.

Sí.

Malo.

Malo. Sí.

No es asunto nuestro.

No lo es, dijo Cruz. Bebió de su cerveza. El coreano ha­blaba con el matón de los tatuajes en la cara. Les hizo gestos para que se acercaran. Lo siguieron por la escotilla del fondo y la pasarela tubular. El matón les sonrió. La tinta de su ros­tro era móvil y se estaba reconfigurando en un nuevo dise­ño. Como contemplar el avance de un nido de serpientes. El contenedor contiguo olía a animales hacinados. Habían levantado tabiques de fibra vegetal. Las habitaciones no te­nían puerta, apenas cortinas de cuentas. Colchones por los suelos. Vieron culos sudorosos subiendo y bajando. Una sin­fonía de quejidos y gruñidos. Siguieron por el largo pasillo hasta la habitación de las putas enfermas. Mujeres jóvenes y devastadas, con bocio, con tuberculosis, con chancros sifilí­ticos, tiradas en esteras de cáñamo. Una peste a enfermedad y dolor. Una puta vieja les gritó y les empujó, intentando echarles. El coreano la abofeteó. La vieja se apartó gimo­teando. La chica estaba al fondo de la habitación, tendida en un jergón. Vendas sucias y saturadas de humores amari­llentos cubrían las abrasiones de los brazos y las piernas y los pechos. El pubis afeitado y recorrido por un costurón qui­rúrgico. Las heridas estaban infectadas. Joder, dijo Gómez. Joder. La chica tenía catorce años.

La habían encontrado una semana antes en el desier­to, cubierta de sangre y arena. Vivía con sus padres en una granja solitaria de las colinas. Eran paquistaníes. Una banda había atacado la granja. Habían puesto las cabezas de sus padres en estacas. Ella había sido violada, arrastrada por un caballo, torturada con cuchillos y vuelta a violar. Después la abandonaron en el desierto. Una caravana de comerciantes de seda la encontró camino del norte y la dejó en el primer lugar habitado que encontraron. El burdel. Un médico le había vendado y grapado las peores heridas y nada más. Agonizaba desde entonces.

¿Puede hablar?, dijo Cruz. La chica hablaba una jerga que sólo entendía el coreano. Se inclinó hacia la chica y le tocó el rostro. La chica abrió los ojos. Tenía un brillo febril en la mirada. Dijo un par de palabras con la boca pastosa. La vieja le acercó una botella de agua a los labios, pero el corea­no la apartó. Le preguntó algo. La chica asintió.

Esto es una vergüenza, dijo Gómez. ¿Por qué no la han llevado al Burgo?

El coreano se encogió de hombros. Cosa de las putas, dijo. No se fían de nadie.

Nos la llevaremos, dijo Cruz.

No será fácil, dijo el coreano. Los matones no lo permitirán.

¿Qué pretenden?, dijo Gómez. ¿Ponerla a trabajar?

El coreano volvió a encogerse de hombros. Pagaron al médico que le puso las grapas. Ahora consideran que es suya.

Y una mierda, dijo Cruz.

Pregúntale por Wingate, dijo Gómez. Es lo importante ahora.

El coreano habló con la mujer. Ella respondió con monosílabos.

No, no sabe quien es.

¿Quién era el líder de la banda?

El coreano tradujo. La chica no sabía nada. Sólo había visto hombres a caballo. Con rifles y pistolas. Hombres locos del desierto, dijo.

¿Cuántos?

El coreano tradujo. Unos siete, dijo. Más o menos.

Cruz había impreso una fotografía de Wingate. La sacó del bolsillo interior de su cazadora y se la pasó al coreano.

Pregúntale si iba con ellos, dijo.

El coreano le mostró la foto. La chica desorbitó los ojos y se puso a llorar.

Bien, dijo Gómez. No te molestes en traducir eso.

Salieron al pasillo, los dos solos.

Así que está con ellos, dijo Gómez.

No es que no lo supiéramos.

Pero ahora estamos seguros. ¿Qué quieres hacer ahora?

Cruz frunció el ceño. Llevarnos a la chica, dijo.

Me refería a Wingate.

Bueno, yo me refiero a la chica.

Podemos volver a por ella. Al jefe le encantará cerrar un antro como éste.

Sí, pero dentro de un mes, tras veinte informes y una do­cena de reuniones. ¿Has visto a la chica? Está más muerta que viva.

Entonces nos la llevamos.

Sí.

Se va a montar una buena. Lo sabes, ¿no?

Sí.

Tengo una escopeta en el deslizador.

Bien.

¿Crees que tendrán artillería?

Estoy seguro de que no tienen sólo porras y aturdidores.

Yo estoy seguro de que el camarero tiene algún pistolón escondido en la barra.

Pues más te vale tenerlo controlado.

Intentemos no matar a nadie, Rai.

Intentemos que no nos maten a nosotros.

Esto es un disparate.

Sí. Pero es lo que pasa cuando sales al desierto.

Cruz llamó al coreano. Tiraron de él hacia la escotilla.

¿Hay otra entrada?, le dijo.

No, la escotilla de salida está sellada. ¿Por qué?

No le contestaron. Cruz miraba los respiradores del techo, practicados con un cortador láser. Demasiado estre­chos y demasiado altos. Pasaron por el tubo. Sal con noso­tros, le dijo Cruz. Y te conviene no volver por aquí.

¿Por qué?, dijo el coreano. ¿Qué está pasando?

Todavía nada.

Volvieron al primer contenedor justo a tiempo para ver al nómada en la escotilla de entrada. Las gafas de aviador pues­tas. Sacó del poncho una pistola de señales y disparó contra el grupo de granjeros. La bengala surcó el burdel con un sil­bido, dejando en el aire una larga estela de magnesio como la cresta de un gallo, e impactó contra el pecho del hombre que le había empujado. La cabeza de la bengala había sido modificada. Chorros de fuego químico violeta saltaron en todas direcciones, alcanzaron a los otros granjeros, se retor­cieron en la barra de acero, se elevaron en llamas irisadas de brillo y colorido imposible, prendieron las cortinas de las paredes. Las putas gritaron. Los granjeros aullaron y se tira­ron al suelo, corrieron cegados por el fuego que les devoraba el rostro. El fuego prendía en cualquier cosa. En la barra de acero, en las cortinas, en las putas. Gómez, Cruz y el coreano esquivaron las llamas. Los matones se abrían paso a golpes entre la gente. El nómada seguía en la puerta, contemplan­do su obra. Guardó la pistola de señales y salió al desierto. Un cuerpo en llamas abrazó al coreano y lo arrastró hacia la pira de los sofás y las butacas. El hombre desapareció en un torbellino de fuego verde. La cazadora de Cruz comenzó a arder sin motivo aparente. Gómez le tironeó del cuello y le ayudó a sacársela. Corrieron hacia la escotilla de salida. Los respiraderos del techo chupaban vaharadas de humo negro. Un muro de fuego se alzaba a sus espaldas. Corrieron por el desierto. Cruz tropezó y cayó de rodillas, tosiendo. Media docena de hombres habían escapado. Ninguna puta.

Cruz se incorporó y volvió a la escotilla. El fuego químico se había extinguido pero ahora un fuego convencional se ce­baba en el mobiliario. Gruesos penachos de humo negro se elevaban de los respiraderos y la escotilla. Gritos en el segun­do contenedor. Puños que golpeaban las paredes de acero. Cruz corrió hacia el tubo. Sacó su navaja e intentó rajar la goma, pero había sido fabricada para soportar tensiones im­posibles y sólo consiguió hacerle un arañazo superficial en la primera capa. La goma estaba muy caliente. Había gente en la pasarela. Los gritos se fueron apagando. El fuego con­sumía el oxígeno. Los contenedores se llenaban de humo. Cruz se apartó. Los ojos le ardían. Los pulmones le ardían. Tenía quemaduras en las manos y el cuello. Se dio la vuelta. A lo lejos una figura a caballo. Un jinete solitario que se ale­jaba en la inmensidad azul del desierto. Gómez estaba vomi­tando junto al deslizador. Vio al matón de los tatuajes en la cara. Tenía una horrible quemadura química en el brazo y lo sostenía contra su pecho. Cruz desenfundó el revólver y se acercó a él. El hombre no le vio venir hasta que Cruz le pegó en la boca con el arma. El matón cayó al suelo. Cruz le hincó una rodilla en el pecho y le golpeó hasta que borró los ta­tuajes con sangre. Nadie se lo impidió ni intentó separarles. Dejó al hombre allí tirado y se encaminó hacia el deslizador. Gómez lo miraba con los ojos enrojecidos. ¿Qué vamos a hacer ahora, Rai?, dijo.

Cruz enfundó el revólver manchado de sangre. No lo sé, dijo.

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