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Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid

Sábado, 20 de abril de 2024

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Luces y sombras de la fantasía científica soviética I: De la rusia zarista a la Gran Purga

Cuando se han cumplido recientemente los cien años de la llamada Revolución de Octubre, sobre la que tanto se ha escrito y disputado, parece adecuado aprovechar la ocasión para hablar, aunque sea brevemente, acerca de la literatura de ciencia ficción soviética, enorme en cuanto a producción se refiere, pero a la par escasamente conocida y editada en el ámbito occidental. No pretendemos en absoluto discurrir sesudamente sobre la génesis y evolución de la llamada fantasía científica soviética, así como de sus connotaciones filosóficas, políticas o sociológicas, tarea que por otra parte sería inmensa, y para lo cual existen ya profundos tratados y multitud de monografías específicas,[1] sino tan sólo indicar a grandes rasgos las tres principales etapas en las que puede dividirse, netamente diferenciadas por sus motivaciones, credibilidad científica y nivel de introspección. Reivindicamos asimismo algunos autores y obras que, por una u otra razón, siguen siendo mayoritariamente desconocidos por el aficionado a la ciencia ficción, pese a su calidad o relevancia en el género. Esta primera fase, que constituye el objetivo de la presente reflexión, sería la correspondiente a la transición de la literatura rusa de tipo fantástico a la ciencia ficción soviética propiamente dicha. En términos cronológicos, esta primera época finalizaría en 1937, año en el que turbulentos acontecimientos obligarían a los autores de ciencia ficción soviéticos verdaderamente creativos a permanecer en un estado de latencia que duraría más de una década.



[1] Véase el estudio crítico de Britikov citado en la nota 6, así como aquellos contenidos en la biliografía.

 

Aunque no cabe objeción al hecho de que la moderna ciencia ficción ha sido popularizada mayoritariamente por los autores norteamericanos, constituye una percepción incompleta e inexacta pensar que éstos son de hecho los únicos inventores de esta literatura y ostentan el monopolio en cuanto a calidad y trascendencia se refiere. Hugo Gernsback fue sin duda unos de los precursores modernos de la ciencia ficción,[1] convirtiéndola en un fenómeno de masas a través de las llamadas revistas pulp, vehículo de baja calidad y precio que supuso la rampa de lanzamiento y consolidación de un tipo de literatura hasta entonces prácticamente inédito.[2] Las condiciones sociales, políticas y económicas de los EEUU antes de la bancarrota de 1929, así como el meteórico ascenso económico e industrial tras el colapso europeo en la Segunda Guerra Mundial, contribuyeron de forma decisiva a la supremacía de la ciencia ficción anglosajona, al menos en el área de influencia occidental. Sin embargo, antes de esta eclosión editorial, literaria y comercial, que sería razonable fijar en la década 1920-1930, existía ya una consolidada tradición de literatura de anticipación, amalgamada con tintes folclóricos o fantásticos, y no siempre exenta de intenciones políticas, en la extensa y desconocida literatura rusa. La situación en la Rusia zarista, atrasada en muchos aspectos como consecuencia de una estructura aún feudal, no ofrecía excesivas motivaciones de anticipación a los escritores, si bien existen algunos interesantes precedentes decimonónicos que, por otra parte, no tuvieron la difusión deseada, al ser asfixiados por una irracional censura y una aversión frontal a cualquier innovación, literaria o no. Estos autores, relegados al olvido, sentaron un precedente en el que, de una u otra forma, muchos de los autores posteriores se basaron, al margen de su motivación particular para abordar una temática concreta. De ello surgiría una tendencia literaria explotada en los años inmediatamente anteriores a la Revolución de Octubre, y que marcaría una primera etapa de la ciencia ficción soviética. En este contexto, el antecedente más interesante lo constituye la (fragmentaria) novela catastrofista El año 4338 del compositor y escritor Vladimir F. Odoyevski. Escrita hacia 1835, aunque inédita hasta 1926, esta obra representa una de las primeras extrapolaciones, con fines dramáticos, de los descubrimientos científicos de la época. En este relato futurista, redactado en forma de cartas del protagonista a sus amigos, se narran los esfuerzos de Rusia y China, potencias mundiales en el año 4338, para evitar la colisión del cometa de Biela[3] con la Tierra un año más tarde, en 4339. Entre las más acertadas profecías de futuro que se incluyen en el texto, destacamos los viajes espaciales, el control artificial del clima y el uso de drogas alucinógenas y sueros de la verdad. Pese a su carácter de relato de aventuras, la novela de Odoyevski proyecta una cierta desconfianza con respecto al progreso científico y sus aplicaciones, lo que es un raro ejemplo dentro del emergente entusiasmo científico de la época.

 

A la par que la influencia de H. G. Wells y Julio Verne se extendía por Europa y América, los autores rusos asimilaban el nuevo estilo de narración de estas dos grandes figuras, adaptándolas a las costumbres y convencionalismos de su país. Muchas de estas composiciones no dejan de ser burdos pastiches, cuya originalidad se limita a un cambio de denominaciones geográficas. Como ejemplo de una descarada imitación de Verne destaca En el mundo del futuro (1892) de Nikolai Shevlonski, que relata un viaje al Polo Norte en un vehículo de última tecnología, sin aportar elementos esencialmente novedosos. Con un estilo más próximo a Wells, en la curiosa novela El Capitán Nemo en Rusia (1898) de Konstantin K. Sluchevski, el protagonista trata de forzar un cambio climático a base de plantaciones de palmeras y cactos en la isla de Novaya Zemlya, combinadas con estaciones electromagnéticas y parques eólicos, en lo que es posible discernir un antecesor casero del controvertido proyecto HAARP. En un nivel más serio, y amparado por una sólida formación científica, mencionamos a Konstantin E. Tsiolkovski, pionero de la astronáutica y autor de varios fascinantes relatos en los que trataba de popularizar sus ideas sobre los cohetes, los viajes interplanetarios y el estudio del Sistema Solar.  

 

No obstante, hacia finales del siglo XIX aumenta la tendencia a denunciar desequilibrios sociales a través de la literatura fantástica, siendo abandonadas progresivamente las tramas basadas en la  extrapolación científica y la especulación tecnológica. Tómese como ejemplo al conocido poeta del simbolismo V. Y. Briúsov, autor de algunas narraciones notables que han sido injustamente olvidadas. En 1905 aparece el relato utópico La República de la Cruz del Sur, en el que, mediante el uso de crónicas periodísticas, se describen los estragos que una pandemia de origen desconocido está provocando en la citada república, sita en la Antártida y descrita como una próspera sociedad de corte totalitario. La enfermedad, de la que sólo se indica que es de origen psíquico, convierte a los afectados en orates furiosos y violentos, lo que, unido al aislamiento de este país, contribuye al caos social. Al margen de las muchas interpretaciones que se han dado al relato, es destacable la anticipación del autor al insinuar el uso de epidemias y crisis sanitarias para desestabilizar un sistema político y alterar el equilibrio financiero de las naciones.   

 

De estos ejemplos se deduce que los autores anteriores a la Revolución de Octubre, pese a la siempre irritante censura, gozaban de cierto margen de maniobra en sus escritos, siempre que éstos no supusiesen poner en duda la infalibilidad del régimen zarista o la estática jerarquía del orden social. Por ello no deja de sorprender que libros con fuerte contenido político sean editados sin problemas, y otros sean censurados de manera absurda, como En otro planeta de Porfiri P. Infantiev, una inocente aventura sobre un viaje a Marte en la que el protagonista narra su asombro ante tan avanzada civilización. Varios capítulos centrales del texto, en los que se describe el nivel científico y cultural de los marcianos, fueron eliminados supuestamente por ser potencialmente peligrosos. Una presunción ridícula, considerando que, como consecuencia de los trágicos acontecimientos posteriores a la derrota en la guerra contra el Japón y la represión de San Peterbursgo en 1905, la aparición de textos cargados de tendencias revolucionarias se multiplicó exponencialmente, sin que la censura hiciese aparentes esfuerzos para evitar su aparición. La provocativa revista La Vida Ideal, fundada en San Petersburgo en 1907, puede considerarse como la primera publicación periódica en Rusia sobre ciencia ficción, aunque los temas tratados se referían principalmente a cuestiones sociales, ajenas al entusiasmo que los avances científicos provocaban en otras latitudes.

Así, en la Estrella roja (1908) de Alexander A. Bogdanov, eminente médico y uno de los autores centrales del llamado Proletkult,[4] encontramos un primer exponente de la aplicación de la ciencia ficción a la literatura con fines políticos. Influido por los acontecimientos de 1905-1907, el autor, cuya motivación principal es alentar al proletariado mediante un esquema de lo que será el futuro tras la lucha de clases, crea una notable sociedad marciana basada en los cánones del marxismo más puro. Todos los problema éticos, religiosos y filosóficos han sido resueltos mediante una desruralización del planeta Marte, la construcción de modernas y eficientes ciudades-factoría y la uniformización completa de la sociedad, desde una lengua única y oficial hasta la supresión de los nombres personales y la creación de una nomenclatura neutral. Una sociedad carente de héroes y monumentos, basada plena y únicamente en la ciencia, donde el talento es la única recompensa. Tales magnificencias son descritas al protagonista Leonid, revolucionario y matemático, por el marciano Menni, emisario de tan fabulosa realización de la sociedad que tanto anhela Leonid para su país y el resto del mundo. La novela El ingeniero Menni es una continuación de Estrella roja, con una trama similar. En ella, el marciano Menni convence al revolucionario Leonid para visitar Marte y convencerse de los avances de su civilización, ya totalmente automatizada, igualitaria y sujeta a planes estatales. Pese a la perfección del sistema social establecido, la incapacidad de los marcianos para sintetizar proteínas les lleva a planear la colonización de la Tierra, al juzgar a sus habitantes incapaces de la revolución social. En un congreso científico cuya finalidad es decidir sobre los planes de invasión, la abnegada Lenni, médico de profesión y amante por otra parte del revolucionario Leonid, logra convencer a los gobernantes de que los terrícolas aún deben enfrentarse a dificultades mayores que las experimentadas por los marcianos en su conquista por el socialismo, convirtiéndose así en la salvadora de los terrícolas. A modo de anexo, una segunda parte de la novela presenta una retrospectiva histórica de Marte, incluyendo la construcción de los famosos (e inexistentes) canales de Schiaparelli, así como una descripción detallada de la revolución sin violencia que catapultó a los marcianos al establecimiento de una sociedad perfectamente igualitaria.

 

Ambos textos de Bogdanov pueden catalogarse como una utopía positivista, en los que plantea un plan concreto para crear una sociedad mejor. Al margen de la publicidad que Bogdanov hace de sus ideales socialdemócratas, la novela contiene varias visiones de futuro acertadas, como la existencia de ordenadores, los materiales sintéticos y el uso de la energía nuclear con fines industriales. Aunque la influencia de Bogdanov en autores soviéticos es innegable, oficialmente no figura como uno de los impulsores, posiblemente a causa de su idealismo desmesurado.

 

Otro destacado representante de esta tendencia, y que utiliza ingeniosamente la ciencia ficción como medio para la divulgación de los ideales revolucionarios, es Alexei Gastev, uno de los más activos poetas del proletariado. Hombre formado en los duros trabajos industriales, se convertirá en el principal apóstol del culto a la máquina, mediante la cual se simboliza el progreso. Lejos de limitarse a exponer sus ideas por escrito, Gastev será el creador del Instituto Central del Trabajo en Moscú, cuyas máximas basadas en la tríada "calibre - guía - maquinista" pueden interpretarse como un serio intento de experimentar la bioenergética a nivel social. En este sentido, el relato Express, una fantasía siberiana (1916) contiene todos los ingredientes característicos de lo que será la ciencia ficción soviética en su primera etapa, desde la exaltación de la máquina hasta la completa industrialización del país. En esta obra, las vastas extensiones de Siberia, sinónimo de la naturaleza indómita, han sido sometidas y transformadas por el ideario progresista en inabarcables complejos industriales, donde la omnipresente máquina constituye el factor principal en la creación de una nueva humanidad. Esta glorificación de la industrialización como eje principal del progreso, equivalente a la eliminación sistemática de la Rusia tradicional y agraria, producirá violentas reacciones de rechazo, de las que surgirán algunas de las más destacadas antiutopías de la época.  

 

El año 1917 supone una ruptura con el pasado y el comienzo de una nueva era. Lo que hasta entonces era fantasía (científica) rusa se convierte en literatura soviética, aunque en los primeros años las directrices no estén claras, al sumarse multitud de tendencias revolucionarias distintas y, en ocasiones, incompatibles. Comúnmente se postula que Vivian Itin fue, oficialmente, el primer escritor soviético de ciencia ficción.[5] De formación jurídica, Itin se implica pronto en los movimientos revolucionarios, llegando a ser comisario del pueblo y presidente de una corte disciplinaria. En la ciudad siberiana de Kansk escribe El país de Gonguri, aparecida en 1922, obra simbolista consagrada a una minuciosa enumeración de las condiciones sociales en la sociedad futura, libre de guerras y de violencia. En Gonguri, el trabajo, realizado por máquinas rápidas y eficientes, se concibe como un festival, y todos los habitantes del país disfrutan equitativamente de los frutos del esfuerzo común. La obra fue aclamada por su optimismo y la detallada descripción de la lucha de clases, convirtiéndose así en la primera utopía soviética.

 

Todas las obras enumeradas, que pueden catalogarse como representativas, nos permiten concluir que las motivaciones, objetivos y lugares comunes de la ciencia ficción soviética difieren radicalmente del extendido modelo anglosajón, más focalizado en una primera época en los logros tecnológicos y científicos, en contraposición con la producción soviética, volcada en el análisis pormenorizado de las condiciones requeridas para la consolidación de un nuevo modelo social, y orientada hacia la utopía. La ciencia y la tecnología están meramente destinadas a ser herramientas para la conquista de la sociedad perfecta, así como el catalizador de la simbiosis de la máquina con la clase trabajadora, siguiendo la doctrina de Gastev.

 

Uno de los primeros autores a combatir esta idea de amalgama hombre-robot es Yevgeny I. Zamyatin, cuya novela distópica Nosotros (1920) es condenada con vehemencia como "la reacción burguesa ante el terror que inspira la grandiosa herejía del comunismo en construcción".[6] Escrito en el exilio, y nunca aparecido en la URSS, este libro es ciertamente crítico con el sistema, pero no se limita a denunciar las perversiones de la nueva cúpula gubernamental, sino que extiende su crítica a los países occidentales, en particular el Reino Unido, donde Zamyatin trabajó como ingeniero durante la Primera Guerra Mundial.

 

La novela describe un anónimo estado unitario del futuro, que el autor sitúa a unos mil años del presente, donde todos los ciudadanos son perfectamente iguales y anónimos, viviendo una existencia plenamente uniformizada, exenta de individualidad alguna, y careciendo incluso de nombres. El estado lo dirige un "Benefactor", cuyo control sobre la moral, el comportamiento, la cultura, el pensamiento y, en suma, cualquier aspecto de la vida cotidiana, es absoluto e inamovible.

La trama se mueve en torno al ingeniero D-503, narrador de la historia, que comienza a desarrollar escrúpulos morales cuando su irrefrenable deseo de conquistar a la heroína I-330 contradice el programa estatal establecido, al estar la sexualidad tipificada como "bien de consumo" que sólo es admisible a ciertas horas y en circunstancias especiales, bajo estricto control estatal, estando el cumplimiento de esta norma supervisado por una policía de la moral. Instigado por I-330, D-503 trata de derrocar al Benefactor en el llamado "día de la unidad", en la que todos los ciudadanos deben cumplir con el democrático trámite de ratificar al líder. El intento de golpe de estado falla, y los dos protagonistas deben exiliarse al otro lado del muro que aísla el Estado del resto del mundo, donde habitan seres semisalvajes. En este exilio, D-503 e I-330 continúan con sus planes revolucionarios, que nuevamente fracasan y terminan con la ejecución sumaria de I-330 y la "reeducación" de D-503 a base de una lobotomía. Este libro es claramente pesimista, y su gran mérito consiste en anticipar o pronosticar algunas de las aberraciones que totalitarismos posteriores han llevado a la práctica a lo largo y ancho del globo. Las distopias A Brave New World de Huxley (1932) y 1984 de Orwell (1948), del mismo tipo que Nosotros, fueron escritas no obstante con la "ventaja" de la extrapolación a partir de hechos concretos ya acaecidos en Italia, Alemania y la Unión Soviética, entre otros.  Ya en 1921, Zamyatin, desencantado con las consecuencias y derivas de la revolución, declaraba que "temo que la literatura rusa no tenga otro futuro que su pasado".   

 

En este contexto, merece la pena citar otra novela contraria a la filosofía industrialista de Gastev, pero de carácter positivista, debida a Alexander V. Chayanov y titulada El viaje de mi hermano Alexei al país de la utopía campesina (1920). En ella, el autor expresa con conocimiento de causa las esperanzas que la revolución despertó en el campesinado, los grandes olvidados y desde tiempos inmemorables. El protagonista es Alexei Kremnev, obrero 37413, quién, disgustado con el extremismo mecanicista del sistema, despierta un día para constatar que ha realizado un viaje en el tiempo de 1921 a 1984. En esta sociedad futura, el mundo está dividido en dos bloques rivales, habiendo sido los bolcheviques derrotados por los socialistas revolucionarios. A partir de 1932, un régimen campesino empieza a desarrollarse en armonía. Las industrias y fábricas son desmanteladas, y la población redistribuida en pequeñas localidades apartadas de los núcleos urbanos y redes de transporte (es curioso observar que esta medida se llevó a cabo en la práctica durante la Segunda Guerra Mundial). Las grandes ciudades (Moscú, Leningrado, Kazán) han sido erradicadas y reconvertidas en centros de recreo y diversión. El estado centralista ya no existe, habiendo sido reemplazado por un régimen campesino basado en el cooperativismo. Como símbolo de la concordia y el eclecticismo, el monumento nacional de la Rusia campesina incluye fraternalmente las estatuas de Lenin, Kerensky y Milyukov.   

 

La posición contraria al bolchevismo y urbanismo posiblemente convierten este libro en el más condenado y atacado dentro del régimen, al poner en duda e indicar las deficiencias de una de las máximas de las políticas leninista y estalinista: la colectivización. No debemos olvidar que Chayanov era economista agrario, profundo conocedor de la realidad campesina del país. Su condena pública pone de manifiesto la derrota final de las aspiraciones del campesinado tras la revolución. Esto, añadido a su aversión a las pseudociencias tales como el emergente lyssenkoismo, le garantizaría un billete sin retorno a los campos de trabajo en 1931. Pese a una certera predicción debida al escritor Platonov, formulada en la misma época, pocos sospecharían que la gloria del proletariado sería igualmente efímera, siendo la figura del abnegado obrero industrial entregado por completo a la revolución reemplazada, de 1932 en adelante, por la omnisciente figura del burócrata implacable y el laberíntico aparato administrativo. El tiempo de la utopía y de los sueños de futuro había acabado, para dar lugar a una creciente y sistemática depuración de los ideólogos y pensadores disconformes con la nueva tendencia de un estado volcado en el culto a la personalidad y la completa uniformización del país.

 

Hacia 1923 los ideólogos del partido, encabezados por Andre A. Zhdanov, comienzan a establecer unas férreas reglas y condiciones a las que debe someterse la nueva cultura (ciencia, literatura, música, arte, espectáculos), cuya finalidad no es entregarse a la frivolidad del esparcimiento o el entretenimiento, sino proporcionar una vía de educación al proletariado en el renacimiento social del país, así como forzar una drástica ruptura con el pasado. Es el tímido comienzo del repudio oficial de tendencias científicas y filosóficas "occidentales" y "decadentes", tales como la relatividad de Einstein, la cosmología de Lemaître, la cibernética o la genética de Mendel. Nacía de esta forma una ciencia dictada esencialmente por la ideología, al servicio exclusivo de los intereses del Estado, deplorable moda que muy pronto se vería reproducida en otros países europeos, con efectos igualmente funestos. El establecimiento de temas rigurosamente prohibidos coarta enormemente la libertad de elección de los autores, no sólo de aquellos dedicados a la ciencia ficción. Todo aquello que no avale exactamente la (aún cambiante) ideología del momento es proscrito. Paradójicamente, los autores que más afectados resultan con esta censura no son los nostálgicos zaristas o los conservadores, sino aquellos comprometidos revolucionarios cuyas motivaciones, legítimas, chocaban frontalmente con la nueva ideología, al permitirse sugerir variantes o mejoras, o insinuar y denunciar  manipulaciones de los cuadros en beneficio de unos cuantos privilegiados. Atendiendo a un natural sentido de conservación, los escritores depuran sus obras de extrapolaciones peligrosas o alusiones a temas y situaciones que puedan dar lugar, en un futuro, a una exhibición del inagotable ingenio de la policía política en fabricar demoledoras acusaciones.

 

De ello resulta, en general, una literatura predecible y carente de vigor y audacia. Una gran mayoría de las novelas que se editan en la década de 1920 comienzan a estar cortadas esencialmente por el mismo patrón, consistente en un héroe proletario (una versión soviética del Flash Gordon de turno), el hostil y maquiavélico Occidente pleno de especuladores, espías, banqueros y ladrones, así como los colaboracionistas diversos que especulan con la Nueva Política Económica,[7] o simplemente traidores comprados con el oro extranjero. La trama se mueve invariablemente en torno a la lucha de unos con otros, de la inmoralidad de los anti- o contrarrevolucionarios, en oposición a la incólume convicción del héroe surgido de la lucha revolucionaria. En un asombroso despliegue de imaginación, los autores enumeran una cantidad pasmosa de fechorías, crímenes, vilezas e inmoralidades de los siervos de la conspiración extranjera, que es arrolladoramente aniquilada por la clase trabajadora, dirigida en la victoria final por el héroe. Triunfa, por extensión, una nueva filosofía que impulsa al pueblo a un ciego sacrificio.

 

El representante más impactante de esta tendencia es el poeta Serguei P. Bobrov con La especificación del iditol (1923), novela por otra parte notable por su estructura caleidoscópica, formada por escenas aparentemente inconexas, boletines de prensa, estadísticas, anuncios e informes (aunque con una temática distinta, comparable en su forma a las dos grandes novelas urbanas Manhattan Transfer (1925) de J. Dos Passos y Berlin Alexanderplatz (1929) de A. Döblin). En esta obra, grupos financieros y criminales internacionales luchan por la posesión y monopolio de una sustancia insólita y extraordinaria, el iditol, para lo cual no dudan en desencadenar conflictos bélicos, crisis financieras y desórdenes sociales. El ritmo trepidante de la narración es tal que el propio autor incluyó una sinopsis del libro en el prólogo, con el fin de evitar confusiones. El gran mérito de esta singular narración es haber profetizado, de forma asombrosamente acertada y realista, las sombrías manipulaciones políticas y sociales que las multinacionales y gobiernos están dispuestos a sustentar con el objetivo de monopolizar el mercado.

 

En esta línea provocadora, destaca Ilya G. Ehrenburg, autor emergente en esta época, y, posteriormente, el cronista bélico más destacado de la URSS. En su extraña novela Julio Jurenito, el autor relata la epopeya de un misterioso aventurero mejicano, el citado Jurenito, que viaja a través del mundo con siete discípulos en una misión mística para instaurar la paz mundial, aunque los resultados son contraproducentes. El libro, plagado de discursos proféticos y mesiánicos de Jurenito, acaba con el autosacrificio del mismo en un parque moscovita. Situada temporalmente entre 1913 y 1921, el libro supone una sátira despiadada tanto de los países occidentales como de Rusia, así como de los valores morales y éticos de estas naciones. En esta misma vía de desestabilización, en Trust D.E. (1923), un aventurero a sueldo de un grupo de financieros se dedica a ejecutar un plan cuya finalidad es la destrucción de Europa (véase el acrónimo D.E), fomentando hostilidades y guerras entre las naciones, principalmente Francia y Alemania, en las que se no se duda en utilizar armas bacteriológicas. El resultado es una Europa continental transformada en un erial, donde los supervivientes recurren al canibalismo. 

 

A la lista anterior pueden añadirse otras narraciones con la misma motivación y desarrollos parejos, correspondientes a las llamadas "novelas de producción", tales como La psicomáquina (1924) de Victor V. Goncharov, La muerte de Gran Bretaña (1926) de Serguei T. Grigor'ev, Apetito microbiano (1927) de Anatoly Shishko, La revuelta de los átomos (1928) de Vladimir E.  Orlovski o la República nómada (1930) de Yakov M. Okunev. A pesar de este pasajero estancamiento del género, semejante al período de máxima expansión de las reiterativas operetas espaciales del pulp americano, pueden destacarse algunos autores y títulos que proporcionan cierto entretenimiento, o presentan muy disimuladas discrepancias con el desarrollo político del momento, manteniendo un nivel literario aceptable y ajeno al folleto propagandístico o publicitario.

 

El autor más conocido es probablemente Alexander R. Beliaev, que puede considerarse como el primer escritor profesional de ciencia ficción en el ámbito soviético. De calidad desigual a lo largo de su trayectoria en el género (1925-1939), las novelas y relatos de Beliaev carecen no obstante de rigor científico, rozando a veces el absurdo, pero desarrollando tramas interesantes generalmente ajenas a la utopía. El ciclo de relatos del profesor Wagner es quizá el más destacado, pese a ciertos estereotipos y una ciencia más que cuestionable, como por ejemplo sus máquinas antigravitatorias. En un plano científico algo más serio, aunque exagerado hasta la imposibilidad, una característica recurrente en las novelas de Beliaev es su fijación por los métodos quirúrgicos para la "mejora" de la condición humana. Así, en La cabeza del profesor Dowell (1925) se trata la posibilidad de transplantar cabezas, en este caso con el fin de preservar los conocimientos de un sabio fallecido en un accidente.[8] La novela Ictiandro o el relato El hombre que perdió su cara también tienen como protagonistas a sujetos de experimentación quirúrgica, con resultados más o menos dramáticos. En su última época, Beliaev abandona del todo la credibilidad científica para centrarse en la fantasía pura, siendo Ariel la más fantástica (y última) de sus aportaciones a la ciencia ficción. Baste decir que el protagonista, capaz de volar libremente sin empleo de artilugios, es capaz de modificar a su voluntad el carácter del movimiento de su cuerpo, lo que lamentablemente constituye una violación de la segunda ley de la termodinámica. Al margen de estos defectos, la producción de Beliaev es considerable y meritoria, formando por sí misma una biblioteca de ciencia ficción que inspiró a muchos de sus contemporáneos y sucesores.

 

En Corazón de perro (1925), debida a Mijail A. Bulgakov, encontramos una parábola sobre la pérdida de humanidad derivada de las revueltas sociales, así como una crítica a la monotonía de la existencia. La sinopsis, que no deja de tener cierta relación con La isla del doctor Moreau de Wells, combina hábilmente la fantasía científica del nuevo hombre construido a partir de la cirugía con un apenas disimulado desdén por la manipulación de la sociedad. La historia relata como el profesor Preobrashenski, cirujano moscovita, experimenta en un perro callejero el trasplante de órganos humanos. Como consecuencia de la operación, se produce una metamorfosis que progresivamente va humanizando al perro, al menos en el sentido orgánico. Esta transformación va acompañada de una pérdida de empatía y respeto por Preobrashenski, así como de una creciente e irreprimible crueldad. El hombre-perro, llamado Moppel, llega a convertirse en ciudadano soviético y empleado público, cargo en el que da rienda suelta a su inmoralidad y embriaguez. Preobrashenski, consternado con el resultado de su experimento, opera clandestinamente a Moppel con la esperanza de revertir el proceso, lo que finalmente ocurre.

 

Alexei N. Tolstoi, pariente lejano del gran Lev, y escritor ya consagrado antes de la Revolución, aporta en este período dos novelas de interés que supieron evitar todo tipo de purgas, literarias o no, y que corresponden a epopeyas de los nuevos héroes revolucionarios contra los decadentes y corruptos estamentos políticos y financieros, pero sin caer en la insustancialidad de algunos de sus contemporáneos.    

 

La primera de estas novelas, Aelita (1923), estaría destinada a convertirse en un icono de la fantasía científica soviética. No se trata de una novela propagandística, aunque haya sido incorrectamente catalogada como tal, sino de una genuina novela de aventuras al estilo de Rice Burroughs con connotaciones revolucionarias, pero sin llegar a los extremos panfletistas y, en ocasiones risibles, que verían la luz en el período 1920-1930, donde todo trata de reinventarse y depurarse de las influencias de la tradición. El ingeniero Loss, acompañado de un veterano revolucionario llamado Gusev, viajan a Marte para encontrarse con una avanzada civilización, fundada por supervivientes de la Atlántida. Esta sociedad, no obstante, es de tipo feudal, con una extensa masa trabajadora descontenta por las desigualdades. Al margen, el planeta está en declive por causas medioambientales. Mientras el soldado Gusev se dedica a planificar y liderar el alzamiento del pueblo contra la élite del planeta, el ingeniero Loss suspira por Aelita, hija del gobernante, y se deja seducir por las leyendas atlantes. Pese a sus esfuerzos, el levantamiento de Gusev fracasa, y los dos protagonistas se ven obligados a huir de Marte, con gran pesar del ingeniero, que debe abandonar a su Aelita. Aunque el destino final de ésta es incierto, parece sugerirse que no ha sido castigada por su relación con los agitadores terrestres, dado que Loss y Gusev captan desde la Tierra desesperados mensajes de radio emitidos por Aelita.          

 

La temática de El hiperboloide del ingeniero Garin (1927) es mucho más prosaica. Un sabio plenamente enajenado, Garin, inventor de lo que suponemos se trata de un tipo de láser, se rebela contra el mundo y decide convertirse en amo del mismo, mediante el chantaje, la extorsión  y el asesinato, acompañado de una beldad enigmática y cruel llamada Zoya, que es, en cierto sentido, el catalizador que inspira a Garin en su enfermiza obsesión por establecer un sistema de castas en el cual, de forma natural, Zoya y él formarán la cúspide. Después de ser perseguido a lo largo de medio mundo por el agente soviético Shelga, y después de múltiples peripecias folletinescas, el ambicioso plan de Garin finalmente fracasa.

 

Como elemento atípico y fuera de toda clasificación, destacamos Bluff (1928), novela espuria escrita bajo pseudónimo por Boris Lipatov, en la que un grupo de periodistas americanos simulan un aterrizaje marciano para aumentar las ventas de su diario. El libro consta de las supuestas crónicas de estos periodistas, así como de las misivas de tan fabulosos visitantes. Para aumentar la verosimilitud del texto, el propio Alexei Tolstoi incluye en un prefacio una entrevista con el hipotético autor, un tal Ris Whilki Li. Dejando de lado su discutible calidad, el relato merece ser citado por iniciar la moda de la intoxicación informativa, técnica que sigue siendo de furiosa actualidad.   

 

En 1927 aparece la novela Dentro de mil años, del ingeniero Vadim D. Nikolsky, posiblemente la utopía marxista más lograda, entre cuyas particularidades más destacables figura la predicción de una explosión atómica en 1945, anticipándose en 17 años a Cleve Cartmill (Deadline, 1944). En este lejano futuro, el sueño de la sociedad perfecta se ha cristalizado por fin, tras largas luchas y sacrificios supremos. La sinopsis es, nuevamente, bastante simplista, con protagonistas estereotipados de cartón piedra, un ingeniero soviético y un sabio alemán, cuyas peripecias en su viaje temporal al año 2927 se describen. El éxito de esta obra se debe a que no compromete en modo alguno las promesas de los políticos del momento: la sociedad liberada es, en primer lugar, el producto de un siglo de guerras, seguido del esfuerzo de varias generaciones para el fortalecimiento de la nueva estructura social. A corto plazo, todo es privación y sufrimiento, y serán las generaciones lejanas las que disfruten de los logros de la Revolución.

 

La que puede considerarse la última utopía (comunista) hasta el deshielo de 1956 es la obra El país de los felices (1931), del autor letonio Jan L. Larri, cuya ardiente devoción al ideal de la construcción de un nuevo futuro fue recompensada con una larga estancia en el gulag. El libro en sí mismo no sólo no cuestiona el sistema político, sino que defiende con vehemencia sus logros y metas. A diferencia de otros autores, Larri sitúa la novela en un tiempo no excesivamente lejano (1980), así como centrada en la propia Unión Soviética. Para este fin elige Magnitogorsk, ciudad que había sido recientemente construida, primer modelo de complejo industrial y obrero, que se convertiría pronto en el centro neurálgico de la producción de acero de la URSS, y el mayor del mundo en su categoría. Cabe preguntarse, en estas circunstancias, cuál fue el pecado capital de Larri, que supuso la condena de su obra y persona. Entre todas las hipótesis que se han emitido al respecto, enumeramos tan sólo aquellas que tienen más verosimilitud. La primera es que se trata de un relato cuya proximidad temporal es excesiva. Un tortuoso camino de mil años de construcción de la nueva sociedad podía ser aceptable, cincuenta años eran inadmisibles, ya que haría albergar excesivas esperanzas de mejora a quienes debían sacrificar todo por la consecución del objetivo. En segundo lugar, el libro refleja una lucha (dentro de los márgenes del marxismo dialéctico) entre la juventud y las autoridades, que raya en la irreverencia. La puesta en duda de los dirigentes (suponemos que ya fosilizados en el lapso 1930-1980) por parte de la juventud, cuyo destino era ser moldeada, adaptada y sacrificada a conveniencia de la ideología, sin formar parte del estamento decisorio, era una aberración para la inamovible estructura de partido gerontocrático que se estaba fraguando. Tanto el tiempo como la localización geográfica de la novela eran vistas como un peligro, ya que implícitamente sugería que la consumación del estado soviético sería una realidad en pocas décadas, y, por tanto, que las privaciones serían efímeras. En este sentido, al autor peca de muy poco realista, teniendo sus censores una visión más realista y objetiva, pues eran plenamente conscientes de que el gran cambio duraría generaciones.  En tercer lugar, la mal disimulada analogía entre los nombres de los antagonistas principales (Molibdeno y Kogan) con los líderes de facto del momento (Stalin y Kaganovich, éste último detractor absoluto de la utopía) es demasiado evidente para ser pasada por alto. Aunque este hecho es en sí mismo mezquino, no es descartable que constituyese el detonante real de la depuración del autor.

 

Debe destacarse que, en esta primera época, la práctica totalidad de autores que se vuelcan en la ciencia ficción son bien escritores profesionales procedentes de otros ámbitos literarios o ideólogos revolucionarios que anhelan, a través de las epopeyas narradas, imbuir un espíritu y educación comunistas en la población, con el fin de regenerar al pueblo. El progresivo agotamiento de la libertad creativa en los primeros, así como la frecuentemente violenta desaparición de los segundos, redundarían, como ya hemos indicado, en una trivialización de la literatura de ciencia ficción en el período 1937-1956, con escasos autores de mérito artístico, y composiciones inocuas basadas en los mismos estereotipos y consignas, comparables en intrascendencia a las aventuras espaciales de las novelas de bolsillo occidentales. No obstante, pese al fatalismo del momento, estas mismas circunstancias darían nacimiento a una generación de autores con una sólida formación científica y cuyo dominio de la sutil crítica del sistema soviético a través de las parábolas de la fantasía científica raya en el arte, dando lugar a obras muy profundas que, lejos de ser meramente un fenómeno literario, constituyen la crónica oculta de una época.

 

En resumen, pese al tormentoso período que precede y sucede a la Revolución de Octubre, con continuos cambios y luchas internas, la emergente literatura soviética presenta, aunque de forma involuntaria, aspectos interesantes que marcarán una senda que la hará diferir de la ciencia ficción occidental (más concretamente, de la adaptada a partir de los moldes estadounidenses), evolucionando lentamente hacia una literatura de introspección cuyo valor real no ha sido, por el momento, plenamente reconocido, al tratarse mayoritariamente de relatos exentos de acción o tramas epopéyicas, cuya lectura debe frecuentemente realizarse a varios niveles. Será a lo largo de la Segunda Guerra Mundial y la inmediata postguerra cuando comiencen a publicarse, de forma esporádica y discontinua, relatos que permiten vislumbrar la brillantez que alcanzará la fantasía científica soviética después de 1956. Pero todo ello corresponde a una segunda etapa, que será el objeto de estudio en una próxima ocasión.

 

 

 

REFERENCIAS

 

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ZAMYATIN, E. I. 1993 Nosotros (Madrid, Alianza Editorial)

 

 



[1] La novela Ralph 124C41+, aparecida en 1911 en Modern Electrics, puede considerarse el primer intento de popularizar la fantasía científica en revistas periódicas. 

[2] Las obras anteriores catalogadas como ciencia ficción estaban generalmente escritas para un público más selecto, al menos en lo que a su poder adquisitivo se refería.   

[3] Cometa con una periodicidad de 6.6 años cuya órbita fue descrita en 1826 por W. von Biela. La intersección de su órbita con la terrestre hizo temer (equívocamente) en 1832 una futura colisión. Fragmentado en 1852.

[4] Textualmente, culto al proletariado. Sus expresiones más características son la deificación de la máquina y del trabajo industrial como máximo exponente del progreso.

[5] Según el aclamado crítico A. F. Britikov en Russkii sovetskii nauchno-fantasticheskii roman (Leningrad: Nauka, 1970)

[6] Véase L. Trotsky 2014 Literatura y revolución (Buenos Aires, Ediciones RYR)

[7] Período de transición en la economía, vigente de 1921 a 1928, correspondiente a una especie de capitalismo de estado.

[8] Esta inquietante idea fue de hecho llevada a la práctica por el cirujano Serguéi Briujonenko en la década de 1940, mediante sus controvertidos experimentos con perros.

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