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Senescere addiscentem (envejecer aprendiendo)

Javier Gimeno Perelló 20 de Noviembre de 2018 a las 12:27 h

En la última etapa de su vida, apartado de la política a causa de las insidiosas ambiciones que habían acabado con la República de Roma, Marco Tulio Cicerón se dedicó por entero a reflexionar y a escribir rodeado de libros -cumpliendo así su mayor deseo- en su amado Tusculum, cerca de Roma, sobre todo cuanto le interesaba de la vida: del bien y del mal, de la amistad, de la muerte, de la naturaleza de los dioses o de la vejez. Entre sus obras, figura un tratado sobre la vejez, De Senectute, escrito a modo de diálogo epistolar con su amigo, el editor Tito Pomponio Ático, que a su vez recoge sus reflexiones en los diálogos con tres intelectuales de su tiempo: Catón, Escipión y Lelio.

Pedro Olalla, escritor, profesor, cineasta y un profundo conocedor de la cultura griega clásica, autor de obras como Atlas mitológico de Grecia, Historia menor de Grecia, Los lugares del mito o la película Con Calliyannis, traslada a nuestro tiempo aquel fecundo diálogo ciceroniano para conversar a su vez con el autor de aquella magnífica obra, "no porque la vejez sea buena, sino para que la vejez sea buena".

¿Por qué el autor de este librito breve -de apenas 95 páginas- pero fecundo y de amena lectura, escoge a Cicerón para entablar con él una suerte de diálogo platónico, al modo del que entabló aquél con su amigo Ático? Por tres grandes razones: la primera, porque, a juicio de Olalla, "Sócrates, Platón y tú mismo habéis consolidado [el diálogo] como el género más propio para tratar con libertad cuestiones de esta índole" (p. 13), como, por ejemplo, si el envejecer es un doble empeño ético y político a la vez. La segunda razón se debe a que "has demostrado con tu vida que la filosofía y la política son prerrogativas del hombre libre y del hombre de acción, por haber defendido la justicia contra cualquier expresión del egoísmo y... por haber sido autor de esa amena obra sobre la vejez" (id.). La última razón es porque, lo mismo que Cicerón eligió a Catón, Escipión y Lelio para pensar la senectud, "yo, ahora, para reflexionar desde este tiempo sobre una suerte de senectud política, te elijo a ti, porque, además de senex, fuiste también depositario y servidor de todas las virtudes políticas y humanas que sostuvieron en tu tiempo la Res publica: auctoritas, nobilitas, dignitas, veritas, libertas, aequitas, iustitiua, firmitas, laetitia, fides, pietas, humanitas" (pp. 13, 14).

Con estas tres poderosas razones, Olalla reflexiona con Cicerón sobre muy diversos aspectos relacionados con la vejez, muchos, desde la perspectiva de nuestro tiempo, otros, a modo de reflexión filosófica que trasciende todas las épocas. Veamos algunos ejemplos.

En el primer capítulo, Olalla se pregunta si esa tercera edad de la que habla su interlocutor "es una creación de nuestra época", pues es evidente que la gente vivía muchos menos años que ahora, cuando es fácil pasar de los setenta y más. "Otra cosa -se pregunta nuestro contemporáneo- es si vivimos bien, si conocemos de verdad el ars vivendi, el ars senescendi". Pues el arte de envejecer bien no puede ser algo diferente del arte de vivir bien, sino, sobre todo, aquél consecuencia de éste. Si hemos vivido una vida plena, feliz y sana, disfrutaremos de una vejez igualmente plena, feliz y sana. Se trata, en definitiva, si pretendemos tener "más años de vida" o "más vida en nuestros años" (p. 12). Y finalmente, el ars vivendi y el ars senescendi nos llevarán en completa naturalidad al ars moriendi, a una muerte digna, a una buena muerte, sin sufrimiento, con conciencia plena de su naturaleza consustancial a la vida.

Nuestro autor confiesa a Cicerón que gracias a sus lecturas ha logrado entender que la senectud, lejos de ser una pérdida, es portadora de más de una ganancia, pues no es menos cierto que quien envejece bien, se vuelve más sabio, más culto, más noble, más experimentado, y a su vez, más justo, más humilde, más compasivo... y mucho menos egoísta, menos dogmático. Por ello, debemos tomar como lema de nuestra senectud la máxima ciceroniana senescere addiscentem: envejecer aprendiendo (p. 21).

Habla Cicerón en su obra de que las dificultades de la vejez provienen, no de la edad, sino del carácter y de la actitud vital de las personas, pues envejecer es, ante todo, un empeño ético. En este sentido, el autor del libro reflexiona con su interlocutor romano si para una buena vida es suficiente ser autor de nuestra propia biografía o ser también coautor de la biografía colectiva. Es decir, además de un empeño ético, envejecer debe ser también un empeño político, una tarea que concierne a todos.

En su obra De Senectute, Cicerón se lamenta de la decadencia de la República y explica sus motivos, entre los que estaban la corrupción, la codicia y el abandono de sus virtudes esenciales, tales como la isonomia o igualdad política, la boule o voluntad de participación en lo común, la eunomia o vocación de la ley por la justicia, la eleutheria o libertad como atributo inalienable del ser humano, la paideia o educación como cultivo permanente de la personalidad y de las facultades de la persona, la dike o el sentido de la justicia, la eudamonia o felicidad como realización plena de la persona y razón de ser del Estado, y otras muchas (p. 37).

De este modo, consideraba Cicerón que la República estaba envejeciendo mal. Pero no por la edad de quienes la conformaban, sino por la definición que Galeno dio de la vejez, es decir, por "tener sus facultades mermadas". Lo que, trasladado a la naturaleza de su proyecto político, la República estaba perdiendo el espíritu transformador de sus valores esenciales, heredado del impetus animi que inspirara la democracia ateniense en tiempos de Pericles. Lo mismo que ocurre cuando las personas envejecemos mal, así le ocurría a la República de Roma. "Y a nuestras democracias occidentales", deduce nuestro autor: paulatinamente están perdiendo los valores propios de la senectud. Porque han dejado de ser fieles a su esencia, es decir, han perdido aquel espíritu que les animaba a ser un proyecto político esencial y permanentemente joven, ese sistema ideado para hacer de la persona un animal político, portador de aquellas virtudes propias de la democracia ateniense: ese empeño altruista que creó la política, ese Ars política como arte de conciliar la voluntad de todos para combatir el egoísmo, la codicia y todo cuanto envicia a la democracia; ese arte que aspira a corregir las injusticias derivadas de la desigualdad económica y social usando como medio la igualdad política, propugnando el bien público y el interés común por encima de cualquier interés espurio que busque el beneficio de unos pocos en detrimento de la mayoría de las personas.

Nuestra democracia, en efecto, igual que la ateniense, igual que la República romana, se está perdiendo "por nuestros vicios, y no por azar, aunque de nombre sigamos manteniéndola" (Cicerón: De re publica, v (Proemio). Como aquellas otras, la democracia contemporánea sólo tiene de tal el nombre, un significante vacío de contenido, usurpado por los poderosos para servirse de ella en su propio y único beneficio. Atenas descubrió que la desigualdad económica sólo puede combatirse con la igualdad política, pues una democracia que pueda ser denominada como tal ha de aspirar necesariamente a una justa distribución de la riqueza. Pero quienes han ido forjando los regímenes políticos que tenemos, en su fuero interno nunca han creído en la igualdad económica. Y parece ser que la mayoría de los votantes, tampoco. Aprovechando las leyes que aquéllos se dieron, han creado un modelo social basado en una injusticia distributiva lacerante, de suerte que dos de cada diez personas pasan hambre y carecen de lo imprescindible para vivir. "Hoy el mundo no es sólo más viejo, Marco, también es más rico y más desigual. Tan rico que, si pudieras verlo más de cerca, te preguntarías asombrado cómo es posible que existan tantos pobres" (p. 40). Cicerón se asombraría de la enorme riqueza que existe en el planeta a día de hoy, de sus inmensos recursos naturales cuya explotación racional serviría para alimentar a los miles de millones de seres humanos que lo pueblan, gracias a los grandes avances científicos y tecnológicos que ha experimentado el mundo en el último siglo y medio. Y sin embargo, nuestro ilustre romano no daría crédito a lo mal que está distribuida esa riqueza, y lo que le causaría quizá mayor asombro, el nivel de degradación ambiental al que hemos llegado, causa también de la pobreza de muchísimas personas. Nuestro estimado cónsul no entendería este mundo al revés, en el que el dinero manda sobre la economía y ésta sobre la política, de tal modo que, a su vez, ésta impone a los ciudadanos y a la naturaleza unas leyes coercitivas que impiden romper esta cadena perversa. Verá que "el nuevo imperio ha conquistado la política para privarla de sentido real y hacer de ella una quimera a su servicio". Verá que hemos envejecido desaprendiendo.

Finaliza esta obra de muy recomendable lectura con un elogio del ars moriendi. "La vida necesita de la muerte para cobrar definición, no para cobrar sentido" (p. 86). Éste tendremos que buscarlo a lo largo de nuestra existencia, y mientras, la muerte nunca dejará de estar presente de modo inescrutable aunque no la veamos, o mejor, aunque no queramos verla. "Esto he llegado yo a saber, Marco; o, al menos, a creer", confiesa nuestro autor a su lejano interlocutor, cuya muerte no ha apagado, 2000 años después, el sentido y las lecciones de su vida.

En este tiempo nuestro, cuando llega el momento de enfrentarnos cara a cara con la muerte, se nos obliga a aceptar el dolor y el sufrimiento con resignación, bajo las premisas de un paternalismo de los otros, cuya máxima es privarnos del último derecho que nos queda como seres humanos: el derecho a decidir sobre nuestro propio destino, que no es otro que el de ejercer nuestra última libertad sobre nosotros mismos. εὐθανασία, decían los antiguos griegos para referirse a una muerte gloriosa, una muerte tranquila y sin dolor, una "buena muerte" (pp. 86-87). Ars moriendi como sentido último de nuestro ars vivendi, que se condensa en la máxima "crecer haciéndome mejor", y de nuestro ars senescendi: senescere addiscentem, "envejecer aprendiendo".

 

 

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