Biblioteca Complutense

Los rostros de la muerte: un recorrido por el retrato funerario en la Antigüedad

El retrato funerario constituye una de las manifestaciones artísticas más significativas de la Antigüedad, al conjugar la dimensión estética y la humana en un mismo espacio de rito y memoria. Numerosas culturas desarrollaron tradiciones específicas relativas a la representación del rostro humano en un contexto mortuorio, reflejando no solo su concepción religiosa, sino también sus aspiraciones sociales de pervivencia y el humano anhelo por trascender. 

En Oriente Próximo, más que un retrato individualizado, se buscó crear una imagen tipificada –plasmada habitualmente en estelas– que asegurara la memoria del fallecido, así como su integración en el orden cósmico. El énfasis no recaía propiamente en la representación sino en su función votiva, evidenciada en esculturas de devotos halladas en templos que, aunque no son muestras funerarias en sentido estricto, ilustran el valor otorgado a la presencia permanente del rostro humano en relación con lo divino. 

Con la civilización egipcia, el retrato funerario adquirió un lugar central en el desarrollo de la práctica religiosa. La concepción de la inmortalidad del ka exigía la preservación de la identidad del individuo, por lo que el empleo de máscaras o efigies pintadas sobre momias y sarcófagos cumplió la función de garantizar la perduración del rostro de los fallecidos.


Moldeado de la máscara de Claudia
 Victoria (c. ss. II-III d.C), 1882 Lyon,
Musée des Beaux-Arts de Lyon AD291.2

 Máscara funeraria, med. s. XVI a.C.,
Atenas, Museo Arqueológico
Nacional de Atenas, Nat. Mus. 624

Retrato de momia de una mujer,
s. I. d.C, Los Ángeles
Getty Museum, 81.AP.42


Aunque centrada en la idealización, la tradición griega también otorgó espacio a la memoria funeraria. Una de las primeras muestras fue el uso de máscaras micénicas, realizadas en materiales ricos y destinadas a cubrir la faz de los difuntos en enterramientos de élite: más que conservar el recuerdo de sus rasgos, se trataba de representaciones idealizadas que conferían una dignidad vinculante con lo divino. También destacó la representación de escenas de despedida en estelas áticas: el retrato no buscaba un parecido fisionómico, sino una evocación de virtudes cívicas y familiares, reforzando el sentido de pertenencia del individuo a la polis aun después de su muerte.

En Etruria, la práctica más habitual fue la producción de urnas y sarcófagos antropomorfos, que priorizaban una cierta individualización de los fallecidos. Sin embargo, el verdadero auge del retrato funerario vino con Roma, donde alcanzó una función política y social destacada, sin perder nunca su espíritu realista. Un ejemplo notable es la tradición de las imagines maiorum –máscaras o efigies escultóricas de antepasados de las familias nobles que eran exhibidas de forma pública–, que reflejaba la continuidad del linaje; los bustos funerarios de la aristocracia, de notorio verismo, eran, por otra parte, testimonio de virtudes cívicas y ejemplo moral para la posteridad.

Así, el retrato funerario en la Antigüedad no solo inmortalizó rostros, sino que también encarnó concepciones diversas sobre la vida, la muerte y la memoria social, inquietudes comunes a todas las civilizaciones e inherentes al ser humano.


Togado Barberini, s. I d.C, Roma, Musei Capitolini Centrale Montemartini, MC2392